El inicio de "La Confesión de la leona", de Mia Couto
El inicio de "La Confesión de la leona", de Mia Couto

Dios fue mujer. Antes de exiliarse lejos de su creación y cuando todavía no se llamaba Nungu, el actual Señor del Universo se parecía a todas las madres de este mundo. En aquel tiempo, hablábamos la misma lengua de los mares, de la tierra y de los cielos. Mi abuelo dice que ese reinado murió hace mucho. Pero en nosotros, en alguna parte, subsisten recuerdos de aquella época lejana. Sobreviven ilusiones y certezas que en Kulumani, nuestra aldea, se transmiten de generación en generación. Todos sabemos, por ejemplo, que el cielo aún no está acabado. Son las mujeres las que, desde hace milenios, van tejiendo ese velo infinito. Cuando sus vientres se redondean, se añade un pedazo de cielo. Por el contrario, cuando pierden un hijo, esa porción del firmamento vuelve a menguar.

Quizás por esa razón mi madre, Hanifa Assulua, no haya dejado de contemplar las nubes durante el entierro de su hija mayor. Mi hermana, Silência, ha sido la última víctima de los leones que desde hace unas semanas atormentan a nuestra población.

Como ha muerto desfigurada, lo que queda de su cuerpo se ha colocado sobre el lado izquierdo, con la cabeza vuelta hacia el este y los pies hacia el sur. Durante la ceremonia, mi madre parecía bailar: una y otra vez se inclinaba sobre un cántaro hecho con sus propias manos. Roció con agua la tierra de alrededor y, después, la allanó con los pies, con el mismo balanceo de quien siembra. Al volver del funeral, en los ojos de mi pobre madre había demasiado cielo. El camino a casa era de apenas unos pasos: el cementerio familiar está en las cercanías de la aldea. Hanifa hizo una parada breve en el río Lideia para darse un baño purificador mientras yo, más atrás, borraba las huellas que conducían a la sepultura.

—Sacudíos los pies, al polvo le gusta viajar.

En el suelo sagrado de nuestro cementerio figuraba una nueva cruz que demostraba que, entre musulmanes y paganos, éramos distintos. Hoy lo sé: si ponemos una lápida sobre los muertos no es por respeto, es por miedo. Nos da miedo que regresen. Ese miedo, con el tiempo, crece más que la nostalgia.

Todos los familiares respetaron el mandato: el sendero que se tomó a la vuelta fue muy diferente del de la ida. Aun así, una imagen pegajosa no se me iba de la cabeza: el cuerpo de Silência en volandas, envuelto en sábanas blancas que ondeaban como alas rotas.

En el umbral de la puerta, mi madre miró la casa como si la culpase: tan viva, tan antigua, tan eterna. Nuestra casa era diferente a las demás chozas. Estaba hecha de cemento, con tejado de zinc, y equipada con habitaciones, salón y cocina interior. El suelo estaba cubierto de alfombras y de las ventanas colgaban unas cortinas polvorientas. Nosotros también éramos diferentes de los demás habitantes de Kulumani. Sobre todo era distinta mi madre, Hanifa Assulua, asimilada1 e hija de asimilados. Al volver del funeral me di cuenta de lo hermosa que era: incluso con el pelo rapado, en obediencia al luto, su cara vencía a la tristeza. Se quedó un rato mirándome fijamente como si evaluase lo mucho que me apreciaba. Pensé que en aquella mirada había ternura maternal, pero no era así. Otro sentimiento dibujó sus palabras:

—Nunca tendrás que sufrir las tristezas de una madre.

—Por favor, mamá, que acabo de perder a una hermana —le dije.

—Nunca perderás una hija. Así lo ha querido Dios.

Y se dio media vuelta. Se descalzó, franqueó la puerta y se metió en la cama. Es verdad que se puede enterrar a una hija. Ella ya lo había hecho antes, pero de esa despedida no se regresa nunca. Nadie requiere más atención de una madre que un hijo muerto.

Entonces, mi padre pidió a las plañideras que se fuesen de nuestro patio. Entró en la penumbra de la casa y se inclinó sobre su mujer para preguntarle:

—¿Por qué te has rapado la cabeza? ¿Acaso no somos cristianos?

Hanifa se encogió de hombros. En aquel momento, ella no era nada. Las plañideras habían dejado de lamentarse y ella no sabía lidiar con un silencio tan grande.

—¿Y ahora qué hacemos, ntwangu?

Como todas las mujeres de Kulumani, llamaba al marido ntwangu. El hombre se llamaba Genito Serafim Mpepe. Sin embargo, por respeto, la mujer nunca se dirigía a él por su nombre. Es cierto que éramos asimilados, pero pertenecíamos demasiado a Kulumani. Todo nuestro presente estaba hecho de pasado. En aquel momento, acurrucándose a su lado, su marido le habló con una suavidad a la que ella no estaba acostumbrada, cada palabra cual nube reparando los cielos.

—¿Que qué hacemos ahora? Bueno, ahora…, ahora vivir, mujer.

—Yo ya no sé vivir, ntwangu.

—Nadie sabe, pero eso es lo que nuestra hija nos pide: que vivamos.

—No me hables de lo que nuestra hija pide. Tú nunca la has escuchado.

—¡Ahora no! Ahora no, mujer.

—No has entendido mi pregunta: ¿qué hacemos con la parte de nuestra hija que no hemos enterrado?

—No quiero hablar de eso. Vamos a dormir.

Hanifa se incorporó apoyándose en un codo. Tenía los mismos ojos abiertos de par en par que un ahogado.

—Pero nuestra Silência…

—¡Chitón, mujer! ¿Te has olvidado de que ya no podemos pronunciar nunca más el nombre de nuestra hija?

—Necesito saber qué partes del cuerpo hemos enterrado.

—Te he dicho que te calles.

La voz de mi padre temblaba como una hoja: luchaba contra sus propios demonios. El saco ensangrentado con los restos de su hija todavía le goteaba en la memoria. Y de nuevo le asaltó aquel recuerdo insepulto: el mismo tropel de voces y prodigios que lo había despertado la madrugada anterior. Genito Mpepe atravesó el patio adivinando la tragedia. Momentos antes había oído a los leones rondando la casa. De repente, rugidos, gritos y lamentos se disiparon en el vacío, el mundo saltó en pedazos: ya no le quedaba nada dentro. Para olvidar tanto no hay que haber vivido nunca.

—¿El corazón? —volvió a preguntar Hanifa.

—¿Otra vez? ¿No te he dicho que te calles?

—¿Hemos enterrado el corazón? Sabes perfectamente lo que se hace con el corazón…

Mi padre respiró hondo y se quedó mirando la vieja ropa tendida dentro de casa. No se sintió diferente de aquella indumentaria suspendida en el vacío sin forma y sin alma. Recuperó la voz, ahora tranquila:

—Lo que tienes que pensar es que para un hijo no hay tumba.

—No quiero escucharte, me voy.

—¿Que te vas?

—Me voy a buscar lo que queda de nuestra hija por la sabana…

—No te vayas. De esta casa no sales.

—A mí no me lo impide nadie.

Saldría de casa, sí, caminaría por donde ya no hay caminos que la gente tome, sus pies sangrarían, sus ojos arderían al sol, pero buscaría lo que quedara de Silência, su niña eterna. El marido la amenazó cerrándole el paso:

—Te amarraré con una cuerda como a los animales.

—Sí, átame. Ya hace mucho que soy un animal. Hace mucho que duermes con un bicho en la cama…

Fue lo último que dijo: Hanifa enroscó los brazos en las piernas, en silencio, como si quisiera rendirse al sueño.

—¿Vas a dormir en el suelo? —inquirió Genito.

Hanifa se tendió en tierra con la cabeza apoyada directamente en el suelo. Su intención era escuchar las entrañas del mundo. Las mujeres de Kulumani saben secretos. Saben, por ejemplo, que en un determinado momento dentro del vientre materno los bebés cambian de posición. En todo el mundo ruedan sobre sí mismos, obedeciendo a una única y telúrica voz. Con los muertos pasa lo mismo: en la misma noche —y solo esa noche— reciben la orden de darse la vuelta en el vientre de la tierra. Entonces, emergen luces hasta la superficie de las tumbas, como un revoloteo de polvo plateado. Quien duerme con el oído pegado al suelo escucha esas circunvoluciones de los difuntos. Por esa razón, que Genito ignoraba, Hanifa rechazó almohada y cama. Tendida en el suelo escuchaba la tierra. Su hija no tardaría en dejarse oír. Quién sabe si incluso las gemelas, Uminha e Igualita, las antiguas difuntas, le traerían recados del otro mundo.

Su marido no se acostó, sabía que le esperaba una larga noche. El recuerdo del cuerpo lacerado de su hija le había espantado el sueño. El rugido del león resonaba en su interior desgarrando las horas. Se quedó un rato en el porche escudriñando la oscuridad. A lo mejor aquella quietud le daba descanso. Pero el silencio es un huevo al revés: la cáscara es de los demás y quien se quiebra somos nosotros.

Una duda lo angustiaba: ¿cómo habría sucedido la tragedia? ¿Su hija habría salido en plena noche? Y si así hubiera sido, ¿tenía la intención de acabar con su vida? ¿O, por el contrario, el león habría invadido el espacio doméstico a la manera de un ladrón más que de una fiera?

De repente, el mundo entero se hizo añicos: unos pasos furtivos rasgaron la quietud de la sabana. El corazón de Genito no le cabía en el pecho. Estaba pasando lo que siempre pasaba, que los leones venían a comerse las sobras del día anterior.

Inesperadamente, como poseído, el hombre arrancó a berrear corriendo en círculos:

—¡Sé que estáis ahí, hijos del demonio! ¡Asomad, vantumi va vanu, os quiero ver salir de la maleza!

Desde la ventana lo vi delirando agitado, vociferando contra los vantumi va vanu, los hombres leones. Luego cayó desplomado de golpe, como si le hubiesen partido las rodillas. Irguió la cabeza lentamente y vio que unas oscuras alas de murciélago lo abrazaban. No se oía ruido alguno, ni una hoja ni un ala crepitaba por encima de su cabeza. Genito Mpepe era rastreador, conocía las señales imperceptibles de la sabana. Muchas veces me había dicho: solo los humanos saben lo que es el silencio. Para el resto de los animales, el mundo nunca está callado y hasta el crecer de la hierba y los pétalos al abrirse hacen un ruido enorme. En el campo, los animales viven de oído. Era lo que mi padre, en aquel momento, envidiaba: ser un animal. Y, lejos de los humanos, regresar a su cubil, dormir sin pena ni culpa.

SOBRE EL AUTOR

Mia Couto (Beira, Mozambique, 1955) es biólogo, periodista y uno de los más importantes autores en lengua portuguesa. Ha sido director de la Agencia de Información de Mozambique, de la revista Tempo y del diario Notícias de Maputo. En el 2013 recibió el Premio Camões debido a su “vasta obra de ficción caracterizada por la innovación estilística y la profunda humanidad”.

Es autor de poemarios, crónicas, relatos breves y varias novelas, entre las que destacan “Tierra sonámbula” (1992), “El último vuelo del flamenco” (2002) —ambas adaptadas al cine— y “Venenos de Dios”, “remedios del diablo” (2008).

Sobre el libro

Título: La confesión de la leona
Autor: Mia Couto
Editorial: Alfaguara
Páginas: 216
Precio: S/ 78,00

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