Claro que existen los vampiros. Donde yo vivía había uno.
Sin duda, la casa era la guarida perfecta. Tenía el tamaño de un campo de fútbol, y buena parte de ella estaba casi bajo tierra. El garaje daba a un largo pasillo con una capilla, un par de habitaciones vacías, el cuarto de juegos y el bar. Una especie de escalera secreta conectaba todo ese sótano con la residencia en sí: las habitaciones, los suntuosos lavabos —la casa tenía más baños que habitantes— y el jardín con la piscina y las estatuas de mármol.
Tras la muerte de mamá, nuestra inmensa vivienda se hizo más grande aun. Yo no tenía hermanos. Mi padre era un hombre riguroso y seco, que trabajaba todo el día y viajaba mucho. Yo solo lo veía a la hora de cenar, en el solitario comedor, bajo una pirámide de vitrales. Él quería que yo dominara el inglés, el idioma de los negocios, y durante esas aburridas sesiones, me hablaba en esa lengua.
Mi única compañía real era Laura, el ama de llaves. Había una cocinera, pero ella se retiraba a las cuatro; y un chofer alto de traje negro que solo aparecía para traer a mi padre. En cambio, Laura dormía en la casa. Veíamos televisión juntos y bajábamos a la sala de juegos del sótano a jugar a la Segunda Guerra Mundial o a los platillos voladores. En la inocencia de mis ocho años, yo estaba enamorado:
—Laura, cuando sea grande, ¿te casarás conmigo?
—Cuando tú seas grande, yo seré vieja.
—No importa. Yo te querré igual. Y te dejaré usar el baño grande.
Una noche, mientras trataba de dormir, escuché un aleteo, como un aplauso rapidísimo. El sonido se repetía con intermitencias. Y cambiaba de lugar, se posaba sobre la lámpara colgante o en la pared. Iba y venía por toda la habitación. Hasta que empezó a estrellarse contra la persiana, una y otra vez, como si alguien golpease el metal con una batidora. Aterrado, salí de la cama y encendí la luz: era un murciélago negro, una rata voladora que había quedado atrapada en mi dormitorio. Pegué un grito y corrí por el pasillo. La habitación de mi padre estaba a la derecha, pero yo fui hacia el otro lado, más allá de la cocina, hasta la de Laura.
—¡Laura, hay un vampiro en mi cuarto!
—¿Un qué?
Encendió la lámpara. Llevaba el pelo suelto y un pijama de corazones: se veía más bella que nunca. Se levantó y fue hasta mi cuarto, pero no la seguí. Preferí meterme entre sus sábanas, que estaban calentitas y olían a champú Johnson.
—Era un murciélago —dijo al regresar—. Le he abierto la ventana y se ha ido. Ya puedes volver.
Yo me aferré a su almohada:
—Tengo miedo. Esos se convierten en hombres y te chupan la sangre.
Laura insistió en que no volvería. Juró que no era un vampiro de verdad. Pero yo estaba tan asustado, y ella tenía tanto sueño, que al final se metió en la cama. Yo nunca dormí tan bien.
Al día siguiente, mi padre se marchó a uno de sus viajes. Mientras el chofer alto y trajeado metía sus maletas en el Lincoln negro, se despidió dándome la mano. No dijo nada.
Por la noche, tuve miedo del vampiro. O quizá fueron ganas de dormir con Laura. Y volví a su habitación, en busca de su olor a champú.
Pero ella no estaba.
—¿Laura?
La busqué en la cocina, el recibidor y el estudio. Nada. Tampoco la encontré en la habitación de mi padre. Solo quedaba un lugar donde buscar.
Mientras bajaba por la escalera al sótano, me pareció oír el aleteo de la noche anterior. Nunca bajaba de noche, y no sabía encender las lámparas. Pero al fondo, en el bar, se filtraba una rendija de luz. Recorrí el pasillo. Pasé la siniestra capilla y el cuarto de juegos. Mis muñecos tenían los ojos brillantes. Parecían vivos. Al llegar a la última puerta, me asomé.
Ahí estaba Laura, acostada como un cadáver. Y sobre ella, mordiéndole el cuello, un hombre alto de traje oscuro. Se parecía al chofer. Pero yo sabía que era el murciélago.
Volví a mi cuarto corriendo. Me metí en la cama. Lloré toda la noche.
Y nunca más quise jugar o dormir con Laura, no fuera a morderme y convertirme a mí también.
Vida & obra
Santiago Roncagliolo
Con misterio y humor negro, Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) escribe sobre los miedos, desde los históricos hasta los más cotidianos. Ha publicado dos novelas negras protagonizadas por el fiscal Félix Chacaltana: "Abril rojo" —premio Alfaguara e Independent Prize of Foreign Fiction— y "La pena máxima". En su producción destacan el thriller psicológico "Tan cerca de la vida" y las comedias "Pudor" (que fue llevada al cine) y "Óscar y las mujeres".
Como periodista, es autor de una trilogía de novelas sobre la historia del siglo XX: "La cuarta espada", "Memorias de una dama" y "El amante uruguayo".