Volví a la sala dando saltos —literalmente— de contento. ¿Qué hacía mientras tanto José Arco? Rodeado por los más tímidos, por los menos agraciados y por los peores bailarines, mi amigo contaba historias: la nueva poesía peruana, el grupo Hora Zero, la navaja de plata de Martín Adán, Oquendo de Amat, entonces desconocidos entre los jóvenes poetas mexicanos, y también otras historias —las historias verídicas y espeluznantes como la vida misma— en las cuales su Honda subía por las carreteras y pistas del oeste de México hasta alcanzar el punto águila de la dureza, lo que Baldomero Lillo llamaba el centro exacto de la papa caliente, para luego lanzarse a ciento veinte o ciento treinta kilómetros por hora a recorrer los vericuetos del relato.
El cuento de aquella noche vino a colación de una ausencia prolongada del D. F. o algo así, qué importa. Sus líneas maestras muestran a José Arco llegando a una playa solitaria en donde encuentra un perro. Ni pescadores, ni casas, ni nada, allí solo está la moto, José Arco y el perro. El resto es el paraíso y en la arena mi amigo escribe mi mamá me mima y las palabras primordiales. Se alimenta de latas de leche evaporada y de atún. El perro siempre lo acompaña. Una tarde aparece un barco. José Arco sube al acantilado con la moto (en el relato, la Honda negra irá a donde tú desees si tu corazón es puro) y con el perro. Desde el barco lo ven y lo saludan. José Arco responde a los saludos. Somos de Greenpeace le gritan los del barco. Ay, musita José Arco. ¿Qué haces aquí, de dónde eres, quién eres, cómo has metido esa moto allí, hay alguna carretera?, las preguntas de los del barco quedan sin respuestas. El capitán le dice que va a bajar. José Arco y el capitán se encuentran en la playa. Al ir a estrechar sus manos el perro ataca al marino ecologista. Rápida, la dotación que ha bajado defiende a su capitán, primero a patadas con el perro, luego a patadas con José Arco. Cinco contra uno y un perro. Después lo curan, les ponen mertiolate a él y al perro, le piden disculpas, le aconsejan que mantenga al quiltro atado. Antes de que anochezca los marinos vuelven al barco y se marchan. José Arco, maltrecho, los ve alejarse tirado bajo una palmera, con el perro a sus pies y la moto a cinco pasos. El capitán y los chicos y las chicas lo saludan desde el horizonte. El perro se queja, mi amigo también, pero entonces, cuando el barco empieza a desaparecer de su campo de visión, salta sobre la moto y a todo mecate sube hasta lo más alto del acantilado. Desde allí, el perro llega un poco cojo detrás de él, aún puede ver el barco que se aleja.
Teresa: —Yo antes muerta que creerme eso.
Angélica: —¿Qué hiciste después?
Pepe Colina (encendiendo un cigarro de marihuana que luego pasa a Angélica): —Hermano, el único marino ecologista decente que ha sido y será es el capitán Ahab, un verdadero incomprendido.
Regina Castro (poetisa de treinta años, inédita, proveedora de pastillas anticonceptivas a sus colegas más jóvenes, autora mediocre pero digna): —Dime ¿qué pasó después con el perro?
Lola: —¿Y qué es Greenpeace? Je je…
Héctor Gómez (enamorado de Lola Torrente, veintisiete años, asiduo de La Habana, profesor de escuela primaria): —Un movimiento pacifista, Lola… Me cuesta creer lo que nos cuentas, Pepe, te soy franco.
José Arco: —No me digas Pepe.
Teresa (sonriendo a Héctor Gómez, que le sirve otra copa de vodka): —Pero si es mentira de cabo a rabo, a José no le gusta la playa, es incapaz de estar tres días seguidos en un lugar sin gente.
José Arco: —Pues estuve.
Dos estudiantes de Filosofía: —Le creemos, poeta.
Regina Castro: —¿Y el perro qué? ¿Te lo trajiste?
José Arco: —No, se quedó allí.
Pepe Colina: —O Jonás, si es que podemos llamarle marino. Ecologista, seguro, como todos los de aquellos días, pero marino…
Angélica: —¿No te siguió? Es extraño.
Antonio Mendoza (bardo del proletariado, veinte años, corrector de una oficina pública): —Es que José no tiene sitio donde meter otro perro.
Angélica (mirando a Antonio con ternura): —¿Qué?
Antonio Mendoza: —Que no hay sitio en casa para otro perro.
Lola: —No sabía que ya tuvieran uno.
Angélica: —¿Quién es el perro, Antonio?
Antonio Mendoza: —Yo. A veces.
José Arco: —Qué pendejada estás diciendo, Antonio.
Antonio Mendoza: —Y a veces él.
Pepe Colina: —Mmm, completamente beodo. (Se ríe.) Son unos niños. A menos que te esté albureando, tocayo, pero un albur tan siniestro (además de torpe) no presagia nada bueno.
Héctor Gómez (a Lola): —Qué te parece si salimos a tomar un poco de aire.
Pepe Colina (cuando Héctor y Lola se han marchado): —Todos deberíamos ir a tomar aire…
Antonio Mendoza (de pronto, relajado): —Esos se fueron a coger al jardín…
Teresa: —Qué lengua más larga tienes, imbécil.
Antonio Mendoza: —¿Estás celosa?
Teresa: ¿Yo? Tú estás pedo…
Dos estudiantes de Filosofía: —Todavía no se han abierto nuestras botellas… Alegría, alegría…
Angélica: —¡Aquí no se bebe más!
Antonio Mendoza (poniéndole una mano en la cintura): —Oye, Angélica…
Angélica: —¡Y con mi hermana no te metas!
Antonio Mendoza: —Pero si no…
Regina Castro (autoritaria y sin levantar la voz): —Cállate de una vez y siéntate. Yo quería leerles un poema, pero tal como están…
Teresa: —Ay, sí, léelo.
Pepe Colina: —Maestrísima, soy todo oídos.
Dos estudiantes de Filosofía (sirviendo copas a los presentes): —Esperen a que estemos todos preparados.
Estrellita (cuya cabeza surge por la puerta de la cocina): —Ah, un recital, qué rico…
SOBRE EL AUTOR
Roberto Bolaño (1953-2003). Convertido hoy en uno de los autores claves de la narrativa en español, la obra del chileno Roberto Bolaño comenzó a ser conocida después de la aparición de "Los detectives salvajes" (1998), que ganó el Premio Herralde de Novela. En los siguientes cinco años, se editaron colecciones de relatos y novelas —como "Putas asesinas", "Amuleto" o "2666"—, mientras se conocía su deterioro físico a causa de un mal hepático. Después de su muerte se han publicado varias de sus obras inéditas.
Sobre el libro
Nombre: El espíritu de la ciencia-ficción
Autor: Roberto Bolaño
Editorial: Alfaguara
Páginas: 223
Precio: S/ 69.00