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Jaime Bedoya


El dueño de Netflix ha dicho que su verdadera competencia es el sueño. No necesariamente tiene que haberse dado cuenta del sentido metafísico de su frase: entender por sueño no el descanso nocturno sino el anhelo por la fantasía.

El ver lo que uno quiera cuando quiera y donde pueda sin necesariamente contar con un televisor ha transformado la evasión digital en una forma portátil de ser contemporáneo. Esta forma de ser establece conexiones transversales entre realidad y ficción. Intersecciones que alivian, o mejoran, mejor dicho, las miserias rutinarias de la vida real, siempre previsibles salvo sus incursiones en la desgracia. Cuando le suceden a gente que no existe son una historia cautivante, una narrativa electrizante. Cuando te pasan a ti son una buena mierda.

Hablar sobre series y especular con solvencia sobre ellas y sus personajes son tópicos naturales de una conversación moderna. Programar la vida para circunnavegar en torno a ellas también. Tengo un buen amigo que desde hace meses observa una extraña conducta. Al cabo de ciertas horas de socializar, se pone impaciente y fastidiado, necesita irse, cosa que hace abruptamente, abandonando una interacción social que cada vez le significa menos. Se va a ver series. Lo hace bajo un imperativo biológico que confía en la esperanza reparadora de la fábula digital. Se le ve feliz.

Lejos de juzgarlo, lo suscribo y entiendo. Aunque quizá disimule mejor la dependencia. La tuve que aceptar al tener que ir al cine a ver una película que solo se puede ver en el cine, Dunkerque. El lidiar con colas, demoras ajenas por la indecisión eterna entre canchita o hot dogs, conversaciones privadas sin sentido durante la película o una incomodidad patológica por tener gente sentada detrás de mí confirmaron el caro precio a pagar por vivir amablemente en sociedad. Se hizo deseable el poder ver la obra maestra de Nolan por Internet. A solas y cuando quiera. Con el grado óptimo de contemplación y autarquía con que la distribución en línea nos ha acostumbrado maniáticamente.

La enajenación voluntaria es grata y placentera, ciertamente egoísta. Pero no daña a nadie. Es más, puede hasta amplificar artificialmente los horizontes de vida y las posibilidades de empatía con el prójimo, si es que se les vuelve a ver.

Aunque hay definitivamente algo de perturbador en que el más sanguinario ímpetu de la madre de dragones, la que no arde, rompedora de cadenas y liberadora de esclavos, acabe siendo una irrelevante babosería nerd cuando en el mundo real un niño muere al impedir a puñetazos que un médico lo asista. La realidad no imita al arte. Lo insulta.

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