Hay una palabra que puede describir a los fieles asistentes a las ferias del libro. Se trata de tsundoku, expresión japonesa que, literalmente, significa ‘comprar más libros de los que uno puede leer’. Explica Sahoko Ichikawa, experto en japonés y profesor titular de la Universidad de Cornell, que la palabra se forma de tsunde, que significa ‘acumular cosas’, y oku, que significa ‘dejar para más tarde’. Aunque dicho de esta forma puede sonar negativo, los amantes de los libros han encontrado la forma de aprovechar la dulce sonoridad de la palabra para “romantizar” el afán acumulador que sigue colocando al libro como objeto de culto.
Pero no siempre se pudo aplicar el tsundoku de la forma más o menos democrática que hemos visto en los últimos años. La Feria del Libro de Lima (FIL Lima) realizó su primera edición en 1995, organizada por la Cámara Peruana del Libro (CPL) y significó un esfuerzo que inicialmente fue difícil de sostener, pues el contexto económico no era el más favorable. Sin embargo, con el paso del tiempo se ha convertido en el espacio más importante para el intercambio entre lectores, autores y editores.
Este año la FIL se realizará de manera virtual, como casi todo en esta vida que se desarrolla en medio de la pandemia. Ello puede suponer una gran oportunidad, pero, a la vez, un gran desafío, pues implica que todos los involucrados se manejen con destreza en plataformas digitales. Aunque los detalles de la organización aún no se dan a conocer del todo, Román Aragón, gerente de Logística de la CPL, nos comenta que “el esfuerzo es menor porque no supone desplazamiento e infraestructura física, pero tenemos que poner en juego toda nuestra creatividad”.
Breve historia de la lectura
La creatividad, la bibliofilia y la curiosidad de los lectores han sido siempre sido el soporte de la democratización del libro y la lectura. Podemos contar menos de dos siglos de ello. Víctor Peralta, investigador de la Universidad Antonio de Nejibra de Madrid, escribió un paper titulado “Hábitos de lectura y pedagogía política en el Perú, 1790 – 1814”. En él, explica que, según el historiador Pablo Macera, a fines del siglo XVIII, menos del 20 % de los habitantes de Lima comprendidos dentro de la primera edad escolar recibían instrucción elemental. Según Peralta, esto significaba que poco más de mil personas tenían el privilegio de aprender a leer y escribir (la mayoría de ellos eran miembros de la alta aristocracia que acudían a escuelas privadas). Los hijos de los comerciantes y de los empleados públicos podían recibir instrucción en los Colegios Mayores y los conventos, pero el hábito de la lectura continuada solía estar reservado a la nobleza por el alto costo del libro y la censura gubernamental, de modo que solo quienes ocupaban cargos públicos civiles y eclesiásticos podían tener acceso a la lectura.
El auge de los cafés, y las librerías públicas y particulares supuso una novedad en la vida cultural. Cuenta Peralta que, en 1771, se instaló en Lima el primer café público y, en 1790, la aristocracia introdujo la moda de acudir a estos establecimientos a leer y comentar los periódicos; no obstante, a pesar de la moda de los cafés, el aumento de las librerías y la existencia de bibliotecas particulares, estaba prohibida en todo el virreinato la lectura de libros “que traten de materias profanas, fabulosas e historias fingidas, por lo que mandamos a los virreyes, audiencias y gobernadores que no los consientan imprimir, vender, tener ni llevar a sus distritos, y provean que ningún español ni indio los lea”. En Lima, no se podía imprimir ni transportar obra alguna sin una licencia de los Consejos de Castilla e Indias. Se requería, además, de otra licencia para venderlos.
Hasta mediados del siglo XVIII, eran las imprentas las que se encargaban de vender los libros. A fines de este siglo, Lima contaba con bibliotecas particulares de relativa importancia. Las más renombradas estuvieron en poder de los conventos religiosos. La de mayor importancia, la biblioteca de los jesuitas, contaba con unos treinta y cinco mil volúmenes, según se estima. En 1798, se contabilizaron siete mil volúmenes en la biblioteca del convento de San Francisco. En la biblioteca de la Universidad de San Marcos, existía también una cantidad apreciable de obras literarias, jurídicas y políticas, pero no se pudo consultar sino hasta después de la independencia.
La independencia de la lectura
Tras proclamarse la independencia del Perú, José de San Martín expide el Decreto de Creación de la Biblioteca Nacional del Perú (BNP) el 28 de agosto de 1821, documento que, en su primer artículo, indica que “se establecerá una Biblioteca Nacional en esta capital para el uso de todas las personas que gusten concurrir a ella”. La nueva institución estará al servicio de toda la nación. En 1822, se promulga un decreto que obliga a los impresores a remitir a la biblioteca ejemplares de todo lo que se dé a luz en las respectivas imprentas.
Así, se buscó democratizar el acceso a la lectura y a la educación. Sin embargo, la BNP no pudo cumplir del todo su rol educativo, o este se vio interrumpido sucesivamente por acontecimientos políticos y sociales que ocasionaron, además, la merma de su patrimonio, como lo fueron las luchas emancipadoras, la guerra con Chile o el incendio de 1943. Esto demuestra la precariedad en la que vivió la búsqueda de la democratización de la lectura desde el Estado.
Las experiencias editoriales que apostaron por la difusión cultural de forma privada no son pocas. Está, por ejemplo, la imprenta editorial Minerva, fundada en 1925 por Julio César y José Carlos Mariátegui. Pero fue el escritor Manuel Scorza quien puso la literatura al alcance de más peruanos a un precio módico. Como señala Dunia Gras, investigadora de la Universidad de Barcelona, probablemente Scorza tomó conciencia de las nuevas posibilidades de la difusión del libro como medio cultural durante su estancia en México, que vivía la fiebre de los pocket books.
“La capacidad de reproducción a bajo coste que permitieron las imprentas offset, especialmente cuando se realizaban grandes tiradas, introducía una dimensión nueva en los mercados editoriales de los países, expandiendo el consumo de libros a sectores de la población que hasta entonces tenían importantes limitaciones monetarias para su adquisición […] Hasta entonces, y especialmente en los países pequeños y medianos de América Latina, la producción editorial se había centrado en un consumo limitado en gran parte a las élites, con tiradas de libros muy reducidas, precios caros y una circulación muy escasa más allá de cada ámbito nacional”, escribe Gras.
“Manuel Scorza empezó a explorar algunas posibilidades de dinamización cultural y posiblemente de sustento personal, ya que, a diferencia de otros intelectuales de su entorno, Scorza no procedía de una familia adinerada”, añade.
Así nacieron los “festivales del libro”, con la intención de que de libros de bolsillo a bajo coste fueran vendidos de forma directa al público. Esto ocasionó que cada departamento empezara a realizar sus propios festivales: Loreto, Ica, Piura, por ejemplo.
Scorza fue también el padre de los “Populibros Peruanos”, cuyo nacimiento es una consecuencia de los festivales mencionados. Carlos Aguirre, investigador de la Universidad de Oregon, escribe sobre el nacimiento de estas ediciones: “El 16 de julio de 1963, precedidos por una masiva campaña publicitaria, salieron a la venta en Lima los cinco primeros títulos de la colección “Populibros Peruanos”. Dos años después, hacia mediados de 1965, se habían publicado un total de 64 títulos y se habían vendido aproximadamente un millón de ejemplares. Entre los autores incluidos en la colección figuran algunos clásicos de la literatura universal (William Shakespeare, Edgar Allan Poe, Jean-Paul Sartre, Ernest Hemingway, Gustave Flaubert, Antón Chéjov), autores peruanos y latinoamericanos ya consagrados (Miguel Ángel Asturias, Ciro Alegría, Alejo Carpentier, José María Arguedas, Sebastián Salazar Bondy) y jóvenes autores peruanos que luego tendrían destacadas trayectorias literarias (Mario Vargas Llosa, Luis Loayza, Enrique Congrains y otros)”.
Los nuevos tiempos
La poeta y congresista Rocío Silva Santisteban recuerda sus años universitarios, cuando alternaba entre las librerías del Centro de Lima y la Feria del Libro Ricardo Palma, que nació en Miraflores en 1972, año que fue declarado por la Unesco como el Año Internacional del Libro. “Cuando no había feria, compraba libros en la librería Época; había una en la esquina de José Gonzales con Larco, pero sobre todo compraba libros en la librería Studium de la Plaza Francia y en la librería de don Juan Mejía Baca. Don Juan, como yo le decía, me regalaba algunas gangas. Por ejemplo, me regaló una versión cubana de Gabriela, clavo y canela de Jorge Amado”, recuerda.
Javier Torres Seoane, sociólogo y lector voraz, recuerda también caminar por el Centro de Lima con su padre a fines de los años 70, y visitar librerías como Studium o Época, casas editoriales que sucumbieron a la crisis económica de los años 80, como recuerda Germán Coronado, editor de Peisa y expresidente de la CPL. “La FIL nació en 1995. Eran años difíciles y de escaso impacto porque el mercado era muy pequeño. En esa época, había librerías importantes en Arequipa, Chiclayo, como la cadena de librerías Studium, que después desaparecieron porque las devoró la crisis de los años 80 y nunca se recuperaron”, recuerda Coronado.
Román Aragón añade que entonces los stands eran más pequeños y la difusión era un poco más difícil. “En la cuarta edición de la FIL, teníamos 70 stands y la última versión tuvo 165”, dice.
La ley del libro en 2003 dio un nuevo aliento a todo el ecosistema del libro y la lectura, y es entonces cuando empiezan a llegar nuevos actores al sector editorial. Las ferias del libro se han ido convirtiendo, por supuesto, en un espacio para el intercambio entre lectores, autores y editores. ¿Cómo se sostendrá la FIL en su edición número 25, que será íntegramente virtual? Willy del Pozo, actual presidente de la CPL, mira el panorama con optimismo. “El flujo de actividades culturales que se han realizado virtualmente durante la pandemia ha sido bastante alto y estas han sido un éxito. Las ferias que nos han antecedido también han ido concitando un interés que va en aumento. Es cierto que existen vínculos que se crean durante la presentación del libro en físico, como el contacto visual, la firma del libro o tomarse una foto, pero ahora nos estamos ingeniando para establecer nuevas conexiones: puede haber una foto virtual, una pregunta, un chat, comprar el libro y que llegue con algún detalle”, refiere.
Aunque la economía de todos se ha visto golpeada a propósito de la pandemia, seguro la práctica del tsundoku encontrará la forma de sobrevivir.