El general Manuel A. Odría tiene el honor de estar enterrado en la catedral de Santa Ana de Tarma, muy cerca del altar mayor. Debe ser, quizá, el único dictador latinoamericano, al menos del siglo XX, que goza de ese privilegio póstumo. El pueblo tarmeño le agradeció así a su hijo predilecto quien, siendo presidente, les dejó un hospital, un par de grandes unidades escolares, el Hotel de Turistas, el local de la Municipalidad y, por supuesto, su catedral, inaugurada en 1954. “Por mi patria doy mi vida y por Tarma mi corazón”, dijo alguna vez. Por ello, cada 26 de noviembre los tarmeños celebran el Día de la Gratitud.
—La carrera militar—
En 1914 Odría se trasladó a Lima con su familia. Ingresó a la Escuela Militar de Chorrillos, donde se graduó como espada de honor de su promoción en 1919. Su destacada carrera militar le valió ingresar a San Marcos, donde estudió Matemáticas, y al Estado Mayor Naval, que le otorgó un diplomado.
Siguió escalando posiciones hasta que llegó su momento de gloria, en 1941, cuando participó en la batalla de Zarumilla, triunfo clave de la guerra con Ecuador. Obtuvo el grado de coronel y pasó a dirigir la Escuela Superior de Guerra del Perú. Fue así que viajó a los Estados Unidos a capacitarse sobre lo más moderno de la industria bélica hasta que, en 1946, fue promovido a general de brigada. Luego, José Luis Bustamante y Rivero creyó conveniente darle el Ministerio de Gobierno y Policía. Nadie se imaginó que se convertiría en el golpista del gobierno que lo acogió.
—Una clásica dictadura—
De 1948 a 1956, durante el Ochenio, el Perú vivió, a su manera, los avatares de aquellas dictaduras de la Guerra Fría que apoyaba Washington, siempre y cuando garantizaran un dique al avance del “comunismo internacional”, sin que importen sus corruptelas o violaciones del orden institucional. Fueron los años de Leonidas Trujillo en República Dominicana, Fulgencio Batista en Cuba, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia o Marcos Pérez Jiménez en Venezuela.
Los intereses antagónicos de la oligarquía exportadora y del Apra se confabularon para liquidar los esfuerzos democráticos del gobierno de Bustamante y Rivero. Pero la victoria final fue de los primeros, quienes alentaron a Odría a conducir el golpe conservador del 27 de octubre de 1948 que se inició en la guarnición de Arequipa. El Perú regresaba a la ‘normalidad’, comentó el poeta Martín Adán.
Odría encabezó una Junta de Gobierno que debía convocar elecciones en 1950. Pero los comicios de ese año, acaso los más fraudulentos del siglo XX peruano, convirtieron al caudillo de esta “revolución restauradora” en candidato único. Así, el afortunado ganador gobernaría por seis años más con un Congreso decorativo, repleto de cortesanos.
A través de la Ley de Seguridad Interior, que suprimía o limitaba las libertades individuales, quedaron fuera de la ley los partidos de izquierda; además, daba amplio margen para amedrentar, recluir en prisión o exiliar políticos y periodistas opositores. El caso más simbólico de esta ‘aplanadora’ fue el asilo de Haya de la Torre en la Embajada de Colombia.
El trabajo sucio le fue encomendado a un oscuro personaje, Alejandro Esparza Zañartu, quien, desde el Ministerio de Gobierno, organizó una compleja red de soplones cuyo principal objetivo no solo era perseguir apristas y comunistas, sino también sofocar cualquier forma de protesta obrera y estudiantil en las calles.
—La excepcional coyuntura exportadora—
A diferencia de su antecesor, Bustamante y Rivero, al que le tocó una economía mundial en ruinas debido al fin de la guerra en 1945, a Odría se le alinearon las estrellas. Gracias a la reconstrucción de Europa y a la guerra de Corea se dispararon los precios de las materias primas. Solo hubo que enmendar la política económica, dictada en gran medida por Pedro Beltrán, presidente del BCR, que consistió en dejar libre la iniciativa privada y eliminar los controles. Así, se duplicaron las exportaciones, se pasó a un crecimiento anual de 6,5% y el ingreso por habitante se expandió 36%. Esto dio la imagen de una dictadura ‘exitosa’ que realizó un ambicioso programa de obras públicas que no se veía desde los tiempos de Leguía.
Bajo el lema “Salud, educación y trabajo” llegaron el Estadio Nacional, el Hospital del Empleado y los ministerios de Educación, Hacienda y Trabajo. Esas moles de cemento simbolizaron los tiempos de bonanza. Las políticas de salud quedaron a cargo del Servicio Cooperativo de Salud Pública, que se concentró en la selva para combatir enfermedades epidémicas y construir un hospital en Iquitos. Respecto a la educación, se estableció un programa orientado a modernizar el contenido de los cursos, elevar el salario de los maestros y construir colegios. Así nacieron las Grandes Unidades Escolares, cuya arquitectura evocaba un polémico modernismo (pues más parecían cuarteles militares), de donde salieron miles de jóvenes que aspiraron a la educación universitaria. Los obreros se vieron favorecidos con el salario dominical y los empleados con la creación del Seguro Social Obligatorio.
Se continuó con la política de vivienda social planificada en el régimen anterior. La Corporación Nacional de Vivienda (CNV) construyó, en Lima, tres “unidades vecinales” más: Matute (1952), El Rímac (1954) y Mirones (1955). Otros conjuntos habitacionales (llamados “agrupamientos”) estuvieron dirigidos a empleados públicos como Angamos, Miraflores, Alexander, San Eugenio, Hipólito Unanue y Barboncito. La CNV también ideó una serie de locales de vivienda temporal con servicios de esparcimiento para trabajadores; así nació el Centro Vacacional de Huampaní (1955). En provincias, se mandaron a construir 1.782 viviendas repartidas en Cusco, Ica, La Oroya, Tacna y Piura. En el Callao se construyeron dos agrupamientos, con poco más de 400 viviendas, y la gran unidad Santa Marina, con 1.010 departamentos.
El Estadio Nacional, inaugurado en 1952, fue una de las obras emblemáticas del gobierno de Odría. También se construyó viviendas y colegios. (Archivo Histórico El Comercio)
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—Corrupción y clientelismo populista—
La consolidación del sistema de ‘comisiones’ para asignar los contratos de obras públicas y otros negocios del Estado, según Bustamante y Rivero, fue la llave de la corrupción durante el Ochenio. Mientras el sector exportador hacía caja, un grupo de militares y empresarios, cercanos al dictador, hacían grandes negocios, sin ningún tipo de fiscalización, como en toda dictadura. El gasto en defensa, por ejemplo, creció ostensiblemente y generó jugosas primas.
La percepción del enriquecimiento ilícito de Odría y sus amigos fue notoria. Se sabía que al presidente le gustaban los regalos, desde inmuebles hasta joyas. Todo el país se enteró, por ejemplo, de que el fundo Odría, en Monterrico, era la residencia que le obsequiaron sus ‘amigos’ en agradecimiento por sus favores.
A este festín se sumó un agresivo plan de asistencia social dirigido a ganar el respaldo de la población migrante en Lima y otras ciudades. Un papel relevante en comprar, con dinero público, el favor popular le tocó a la esposa del dictador, María Delgado, que atendía necesidades de mujeres y niños en un abierto estilo populista. En una versión criolla de Eva Perón, la primera dama buscaba la adhesión incondicional a la figura de Odría, repartiendo artículos de primera necesidad en las nuevas barriadas. Su esposo, mientras tanto, permitía y ‘legalizaba’ la invasión de terrenos. Alfonso Quiroz calcula que se malgastó hasta el 47% del erario en este derroche de obras y dádivas, el 3,7% del PBI de entonces.
—El legado del odriismo—
La presión política y el desorden fiscal obligaron a Odría a dejar el poder en 1956, no sin antes querer pasar a la historia como el político que les dio el voto a las mujeres. Y la fortuna lo siguió acompañando. Consiguió que el siguiente gobierno, el de Manuel Prado, decidiera no investigar a su dictadura en aras de la ‘convivencia’ y la ‘paz’ políticas. Esto le permitió conservar su popularidad, fundar un partido político (Unión Nacional Odriísta), tentar dos veces la presidencia, intentar que su esposa sea elegida alcaldesa de Lima en 1963, y ser un participante activo de la política peruana.
En efecto, a diferencia de Leguía o Velasco, Odría gozó de más años de vida para administrar su legado político. Con el apoyo de la oligarquía, que vivió su segundo y último momento de felicidad desde los años de la República Aristocrática, el odriismo fundó la primera dictadura populista de derecha del Perú contemporáneo. De 1956 a 1968, fue clave en impedir, gracias a sus alianzas con el pradismo y el aprismo, que se impulsaran las reformas que, en democracia, debieron trastocar el orden oligárquico, y que explican el posterior golpe de Velasco.
Por último, debió ser un honor para Odría —que murió tranquilamente en su casa, en 1974— que una novela de nuestro premio Nobel, “Conversación en La Catedral”, retrate con maestría las entrañas de su tiranía.
*Fe de erratas: En la edición impresa incluimos por error una foto de Manuel Prado Ugarteche en lugar de un retrato de Manuel Odría para ilustrar esta nota. Lamentamos profundamente la equivocación y les pedimos disculpas a nuestros lectores.