Mucho se ha discutido sobre la felicidad humana y no son pocos los sicólogos y filósofos que sostienen que es inútil discutir sobre ella porque es algo tan vago que nunca podrán decirse cosas precisas sobre su esencia y sus modalidades. La felicidad es algo tan distinto para cada cual que parece imposible encontrar rasgos comunes aplicables a todos los casos. Tal vez podrían reconocerse, como diría el famoso filósofo Wittgenstein algunos “rasgos de familia” entre los diferentes tipos de felicidad, pero esto sucede, precisamente, cuando nada puede decirse de general sobre una cosa.
Para otros, la felicidad no existe, no es sino una quimera, un engaño de la naturaleza para permitir que el individuo sobreviva y pueda reproducirse manteniendo la especie. Schopenhauer es de esta opinión. Schopenhauer es de esta opinión, siguiendo en esta línea a la filosofía budista.
Mas a pesar de estas dificultades no puede dejarse de reconocer que, por lo menos en ciertos momentos o etapas de la vida y bajo circunstancias favorables, muchos seres humanos experimentan sentimientos de felicidad. Y a pesar de que estos sentimientos pueden ser muy semejantes, tienen algo de común: son sentimientos de placer espiritual o corporal. Es este rasgo común lo que ha llevado a Leibniz, probablemente el pensador más grande de la época moderna, a decir que la felicidad es un placer permanente. Bertrand Russell se ha inspirado en esta definición para escribir su interesante libro sobre la conquista de la felicidad.
En los últimos años se han realizado notables experimentos sicológicos sobre el estado de felicidad e infelicidad de los individuos. Entre los más interesantes de todos están los que se han llevado a cabo para evaluar la felicidad matrimonial. Nadie ha pretendido, desde luego, medir exactamente este tipo de felicidad, pero sí efectuar una especie de medida cualitativa, por ejemplo, muy felices, regularmente felices, poco felices, mas bien desgraciados, muy infelices…
Estudios de D. Niss hechos en 1977 muestran que, estadísticamente, las parejas que tienen más intereses en común son más felices que las que tienen pocos o no tienen ninguno. Este resultado puede parecer perogrullesco, pero en realidad no lo es pues existe la creencia popular de que los mejores matrimonios son los que se realizan entre caracteres complementarios, por ejemplo, dominable-dominante, idealista-práctico, etc. Sin embargo, los datos experimentales muestran lo contrario. Y no solo en lo sicológico sino también en lo físico. Es común creer que las rubias atraen a los morenos y viceversa, o que los narigones atraen a las ñatas y otras cosas por el estilo. Pero resulta que no es así. Experimentalmente se ha demostrado que los tipos iguales se atraen más y son más felices en el matrimonio que los desiguales. Ni siquiera pudo mantenerse la creencia de que los bajos se casan con altas. Tanto los altos como los bajos se casan, salvo excepciones, con mujeres más bajas que ellos.
Uno de los intentos más elaborados para obtener resultados experimentales sobre la felicidad matrimonial es el de Locke (sicólogo que no debe ser confundido con el gran filósofo de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII John Locke). Locke presenta un cuestionario con preguntas para casados como: ¿Ha deseado Ud. alguna vez no haberse casado?, ¿Si tuviera que vivir su vida de nuevo, se volvería a casar (con la misma persona, con otra)?, ¿Considera Ud. junto con su pareja los problemas que le inquietan?, ¿Discuten Uds., por dinero?, ¿Cómo son sus relaciones eróticas con su pareja? y otras por el estilo.
El cuestionario es bastante complicado y los resultados, aunque confiables, no conducen a conclusiones muy definidas. En la actualidad hay una legión de investigadores que han realizado encuestas experimentales sobre la felicidad matrimonial y sería la de nunca acabar hacer un recuento de los resultados. Pero vale la pena mencionar un criterio de la felicidad matrimonial, propuesto por Howard and Daves, que a pesar de su increíble simpleza parece ser el mejor de todos. El criterio es el siguiente: debe sacarse el promedio de las discusiones que tiene la pareja cada semana y de las veces que hace el amor; y de este segundo número debe restarse el primero. La variación del resultado de la resta, desde un número mayor que cero hasta uno menor, señalará los diferentes grados de felicidad o infelicidad de la pareja (1).
¿Puede confiarse en experimentos de laboratorio destinados a detectar la felicidad? ¿Puede pretenderse medirla sin caer en el absurdo? Tal vez sea imposible contestar estas preguntas. Pero lo que sí puede afirmarse es que, gracias a la sicología experimental, hoy sabemos más que antaño sobre sentimientos humanos que son, para todos nosotros, de enorme importancia.
(1) A quien esté interesado en obtener mayores conocimientos sobre estos experimentos recomendamos el libro de Eysenck y Wilsons The Psychology of Sex.