A veces en la historia no todo es lo que parece (o parecía). Muchos acontecimientos o ciertas teorías del pasado comienzan a cambiar tras el hallazgo de nuevas fuentes documentales o producto de investigaciones o interpretaciones contemporáneas. En otros casos, los mitos están tan bien elaborados que pasan por ciertos. Hace poco, el lingüista Rodolfo Cerrón Palomino demostró que el quechua no se originó en el Cusco ni tampoco fue la lengua originaria de los incas, como se pensaba hasta ahora, sino que estos hablaban en realidad una lengua altiplánica —ya extinta— conocida como puquina, y que adoptaron el runa simi en etapas posteriores.
La etnohistoria ha venido a cambiar muchas ideas acerca del Perú prehispánico. Esa hipótesis de que fueron 13 o 14 los incas que gobernaron el Tahuantinsuyo no era tan exacta como parecía. Desde los sesenta, investigadores como María Rostworowski, Franklin Pease y Tom Zuidema demostraron que en la sociedad andina existía una dualidad marcada no solo en lo religioso y social, sino también en lo político. Por ello, no descartaron que pudiera haber existido un correinado en muchos momentos de la historia inca. Más aun —eso creía Zuidema—, los nombres que nos enseñaron en el colegio como Manco Cápac, Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, etc. no se referían a personas de carne y hueso, sino a dinastías o tótems que representaban a familias del ayllu real.
A propósito de las Fiestas Patrias —momento propicio para reflexionar sobre las características de nuestra peruanidad— resumimos algunos hechos de nuestra Independencia y de la época republicana que no sucedieron tal y como nos han contado o, en todo caso, son mucho más complejos de lo que solemos creer.
—¿La independencia se dio el 28 de julio de 1821?—
El debate ha sido intenso desde los setenta. Es evidente que en esa fecha José de San Martín pronunció en la Plaza Mayor de Lima la famosa proclama: “El Perú es desde este momento libre e independiente…”, pero la verdad es que esta fue solo una de las tantas declaraciones que hubo en nuestro territorio en aquel tiempo. Nuestra independencia, en realidad, no se produjo en 1821, sino que fue todo un proceso que se inició —aunque no hay un acuerdo cronológico entre los historiadores— en el último tercio del siglo XVIII con las rebeliones indígenas, y tuvo episodios locales como las rebeliones de Tacna de 1811, de Huánuco en 1812 y del Cusco en 1814 y 1815. Esta fase terminó con las batallas de Junín y Ayacucho, en 1824, aunque recién en 1826 se produjo la rendición del último fortín realista, el Real Felipe.
“Lo del 28 de julio fue solo un acto simbólico”, dice la historiadora Claudia Rosas, coeditora del libro El Perú en revolución, que reconstruye esta época de guerras y revoluciones. “En 1821 muchas regiones continuaban bajo el poder español —añade— y no hay que olvidar que después de la llegada de San Martín a Lima, el virrey La Serna se trasladó al Cusco y desde ahí siguió luchando contra los ejércitos independentistas”.
Aunque todos tenemos en la mente la solemne pintura de Juan Lepiani, en la que se ve a San Martín ante una jubilosa multitud, lo cierto es que este hecho no fue tan apoteósico. Además, las primeras proclamaciones no se produjeron en la capital, sino en el norte del país, en la inmensa intendencia de Trujillo, que abarcaba ciudades como Piura, Trujillo, Cajamarca y Maynas, entre diciembre de 1820 y enero de 1821, como explica la historiadora Elizabeth Hernández en la mencionada publicación.
—¿Nuestra bandera surgió a partir de un sueño de San Martín?—
A lo largo del tiempo algunas ficciones han pasado por ciertas, tal vez porque contienen imágenes tan sugerentes que resulta difícil o hasta penoso desmentir. Y resulta idílico creer que nuestra rojiblanca fue ideada por San Martín a partir de un sueño que tuvo en la bahía de Paracas, abanicado por la sombra de una palmera. La verdad es que esto nunca sucedió en la realidad, sino solo es un bello cuento de Abraham Valdelomar. En el relato, el Libertador soñó —ironías del presente— con “un gran país, ordenado, libre, laborioso y patriota”, sobre el que se elevaba una hermosa bandera. Cuando abrió los ojos, una bandada de parihuanas, de pecho blanco y alas rojas, volaba sobre el cielo azul. San Martín no lo pensó más y le dijo a sus generales que esa iba a ser la bandera del Perú.
Como explicó Fred Rohner en su entretenido libro Historia secreta del Perú —acaba de aparecer el segundo volumen—, este relato es lectura obligada en los colegios y la mayoría de profesores —con muy buena fe— ha evitado decir que es una invención literaria. La verdad es mucho más simple. La primera bandera sanmartiniana (la de los colores rojos y blancos en franjas diagonales) fue la adaptación de un emblema colonial muy difundido en el Virreinato que se llamaba la Cruz de Borgoña, el cual se adaptó para las campañas en el Perú.
—¿Fue Simón Bolívar el causante de la desmembración de nuestro territorio?—
Una de las acusaciones históricas que se le hace al libertador venezolano es la de ser el responsable de la mutilación de nuestro territorio debido a sus apetitos políticos y personales. Esto no es del todo cierto. Antes de la llegada de Simón Bolívar al Perú —en setiembre de 1823— el proceso de independencia estaba en punto muerto. Bolívar, con el ejército de la Gran Colombia, revitalizó la guerra contra los fidelistas y realistas, y puso fin a la dominación española. La otra cara de la moneda es que a lo largo de 36 meses se convirtió en el dictador del Perú, e hizo y deshizo en nuestra incipiente república. No solo redactó constituciones a su medida y persiguió hasta la muerte a sus opositores, sino también consolidó la separación del Alto Perú.
Pero ¿fue el causante de esta desmembración? La historiadora Natalia Sobrevilla dice que no. “La verdad es que estos territorios ya eran autónomos desde 1809, cuando se crearon las juntas de gobierno de Quito, en el norte, y de La Paz y Chuquisaca (actual Sucre), en Bolivia”, explica.
Desde esa época, estas juntas ya buscaban ser autónomas de Lima y también de los virreinatos de Nueva Granada (que después de la Independencia pasó a ser la Gran Colombia) y del Río de la Plata, cuya capital era Buenos Aires. “Culpar a Bolívar de estos hechos es una exageración histórica”, añade la investigadora.
—¿Ramón Castilla fue un liberal que abolió la esclavitud?—
Desde inicios de 1854, Ramón Castilla estaba enfrascado en una guerra civil con el gobierno de José Rufino Echenique, quien en un arrebato de populismo ofreció la libertad a todos los esclavos que se enrolaran en su ejército. Entonces, Castilla, que se había hecho nombrar presidente provisorio, fue más allá: el 3 de diciembre de 1854 anunció la abolición incondicional de la esclavitud en Huancayo. Pero en algún momento estuvo a punto de echarse para atrás y este Diario libró una campaña editorial para que cumpliera su palabra.
Se dice que alrededor de tres mil esclavizados se pasaron al ejército de Castilla y lograron vencer, en Las Palmas, a las tropas de Echenique.
“No fue un libertador por convicción sino por interés”, dice Natalia Sobrevilla. “Es más, durante su primer gobierno había permitido la importación de esclavos de Nueva Granada. No tenía intención de otorgar la libertad hasta la guerra civil con Echenique”.
El decreto de la manumisión se dio, además, en un tiempo en que los vientos soplaban ya en otra dirección en el mundo. A mediados del siglo XIX, la trata de esclavos era condenada por cada vez más países, y este sistema era un lastre para el naciente capitalismo surgido tras la revolución industrial. En el caso peruano, había un hecho adicional: el boom de la riqueza del guano le permitió al Estado tener los recursos suficientes para pagar a los propietarios por cada esclavo liberado. Esa buena economía fiscal facilitó también la abolición del tributo indígena que Castilla realizó en julio de 1854.
—¿Es verdadera la fotografía de Bolognesi y su estado mayor en Arica?—
La historia es harto conocida: las fuerzas chilenas enviaron a un emisario, el mayor Juan de la Cruz Salvo, para pedir la rendición de las tropas peruanas en Arica; frente a ello, el jefe de la guarnición peruana, Francisco Bolognesi, respondió que “pelearía hasta quemar el último cartucho”. Existe una pintura de Juan Lepiani que retrata la escena conocida como “La respuesta”, en la que se ve al anciano militar con su estado mayor. Lo sorprendente es que en la década de 1990 —más de cien años después— comenzó a circular una fotografía en la que se veía a Bolognesi y los mandos de Arica en aquel histórico momento. La imagen fue hallada en Tacna y ofrecida a este Diario, pero se puso en duda su autenticidad. Se dice que Genaro Delgado Parker la adquirió luego y la mandó restaurar en los estudios Kodak, en Estados Unidos, donde le aseguraron que pertenecía al siglo XIX, y que no se trataba de ningún montaje.
Sin embargo, la duda persiste entre los especialistas, como el historiador argentino Julio Luqui-Lagleyze: algunos detalles —botones, botas, espadas— no corresponden a los usados por los peruanos en Arica, y como infiere la historiadora Sobrevilla se trataría más bien de la foto de una representación teatral realizada hacia fines de la década de 1890.
Un especialista en la fotografía de la Guerra del Pacífico, Renzo Babilonia, sostiene que, sin entrar en polémicas, la imagen es sospechosa. Sobre todo porque los rostros de los retratados no se parecen a las fotografías de la época tomadas por Courret ni tampoco a los del cuadro de Lepiani, quien era muy realista al pintar a sus personajes. “Pero, a favor de una supuesta autenticidad de la foto —afirma Babilonia—, te puedo decir que en el tiempo de la guerra sí había un estudio fotográfico en Arica, el Rodrigo. Ahí se tomaron fotos muchos de los combatientes”.
—¿Un militante aprista asesinó a Sánchez Cerro?—
Para unos, incómodo; para otros, insoportable. Esa era, para un fuerte sector del país, la situación del presidente Luis M. Sánchez Cerro la mañana del domingo 30 de abril de 1932, cuando un joven de filiación aprista, Abelardo Mendoza Leyva, apretó el gatillo de su Browning y cometió el último magnicidio de nuestra historia republicana. El escenario fue el hipódromo de Santa Beatriz, donde el entonces presidente terminaba de pasar revista a unos 30 000 efectivos dispuestos a ir a la frontera con Colombia y recuperar Leticia.
El último tramo de la vida política de Sánchez Cerro fue tormentoso. Había derrocado a Leguía y, en 1931, liderando la Unión Revolucionaria (partido de gran arraigo popular), venció a Haya de la Torre, jefe del otro movimiento de masas, el APRA. Un país polarizado vio cómo los seguidores de Haya denunciaban fraude electoral. Se desató la violencia política, una virtual guerra civil que tuvo su punto más dramático en la Revolución aprista de Trujillo, en 1932.
Nunca pudo comprobarse la responsabilidad de la cúpula aprista con el asesinato. Justamente, acaba de aparecer el libro Como matar a un presidente, de Rolando Rojas, en el que se detallan los pormenores del magnicidio de Sánchez Cerro y las pesquisas posteriores que, aunque concluyeron que se trataba de un complot, no pudieron encontrar responsables más allá del propio Mendoza Leyva. Se detuvo a 19 sospechosos, la mayoría personas humildes vinculadas con la militancia aprista, a quienes se sometió a interrogatorios que no condujeron a nada. Sin embargo, el informe final fue claro: “El perito de balística declaró que fueron por lo menos cuatro personas las que dispararon sobre el auto del presidente: “Es imposible que una persona o dos disparen de atrás, de adelante y de arriba”, precisa el documento.
Lo evidente es que el temor a que Sánchez Cerro pudiera articular un partido que lograra tener más éxito con las masas empujó al asesino, o a quienes lo instigaron, al crimen. La oligarquía, por su lado, ya no veía a Sánchez Cerro como garante del orden, sino más bien incapaz de controlar al APRA y resuelto a empujar al país a un conflicto internacional. Se habló de la complicidad de Estados Unidos, receloso de que se removiera el asunto de Leticia, ya zanjado en favor de Colombia. Basadre mismo dejó abierto el caso con estas palabras: “Si el automóvil presidencial fue blanco de ocho disparos hechos por varias manos, o sea si hubo un complot como afirmó perentoriamente la sentencia, no hay modo de encontrar hoy una comprobación”.
[Juan Luis Orrego]
CUATRO MITOS DE LA GUERRA DEL PACÍFICO
La muerte de Francisco Bolognesi
Existe la versión de que Francisco Bolognesi y unos pocos sobrevivientes, cuando casi concluía la batalla de Arica, el 7 de junio de 1880, se rindieron en el morro alzando una bandera blanca, considerando que habían dado todo por la defensa de la patria. Sin embargo, el corresponsal del diario chileno El Mercurio publicó, dos días después de la batalla, lo siguiente: “Solo More y Bolognesi continuaron haciendo fuego con su revólver hasta que un soldado tendió muerto instantáneamente a este de un balazo que le atravesó el cráneo”. Este testimonio, similar al de Roque Sáenz Peña, demostraría que Bolognesi murió combatiendo.
Bolivia nos abandonó
Es verdad que tras la derrota aliada en Tacna, el 26 de mayo de 1880, los restos del ejército boliviano volvieron a su país y no entraron más en combate. Lo que no se contempla es que dicha batalla prácticamente acabó con dicho ejército. Desde entonces, Narciso Campero —presidente de Bolivia— se trasladó a Oruro para formar uno nuevo. Mientras tanto, Bolivia continuó apoyando al Perú con armas y recursos económicos. Es más, durante 1882-1883, el canciller chileno Luis Aldunate escribió a su homólogo boliviano Antonio Quijarro hasta en cinco oportunidades para ofrecerle Tacna y Arica a cambio de pasarse al bando chileno. Bolivia rechazó siempre estas ofertas y mantuvo su alianza con el Perú.
La muerte de Alfonso Ugarte
Alfonso Ugarte se encontraba entre el grupo de oficiales que resistieron sin tregua en el morro de Arica hasta el final de la batalla. Su salto a la muerte en el morro, montado sobre su caballo blanco y blandiendo el pabellón nacional, es, en términos narrativos, muy propio del romanticismo literario que ha influido notablemente en los relatos épico-históricos de las naciones. Alfonso Ugarte sí murió en el morro y parte de sus restos fueron recuperados al pie del mismo y sepultados en el cementerio de Arica. Según el historiador Rubén Vargas Ugarte, en 1890, se exhumaron sus restos para ser repatriados. Estos cuentan además con la partida de defunción firmada por el vicario de Arica José Diego Chávez, y hoy descansan en la Cripta de los Héroes del cementerio Presbítero Maestro, junto con los de Grau, Bolognesi y Cáceres.
Arequipa se rindió sin disparar una bala
El 28 de octubre de 1883, el ejército chileno ingresó a Arequipa sin encontrar resistencia, pero las razones de esta situación son complejas. Ahí se instaló la sede del gobierno peruano de Lizardo Montero, quien, ante la cercanía de las fuerzas chilenas, acordó con Narciso Campero retirar las fuerzas nacionales hasta Puno, para allí sumarse a las bolivianas y continuar la resistencia. Montero cometió el error de refrendar en el pueblo la retirada del ejército de Arequipa a Puno. Esto motivó un levantamiento de la ciudadanía que mayoritariamente se inclinaba por dar batalla. En la algarada se dispersó el ejército, Montero logró escapar de la turba por una torrentera, y el alcalde Diego Butrón fue asesinado por apoyar el plan de retirada. Tras estos eventos, con la ciudad acéfala y desarmada, se produjo la ocupación ‘pacífica’ de Arequipa.
[Daniel Parodi, docente de la UL y la PUCP]