Me pregunto cómo encorsetar en palabras una obra que me explota en la cara, que parece brotar de un abismo y que acaso no precisa de opiniones ni de interpretaciones. He podido ver a un Piojo de Saturno cuando todavía era arcilla gres, aún no sometido al fuego y, sin embargo, ya vivo como una ameba primigenia, que sin duda no aguarda ninguna reseña de mi parte y más bien desafiante me pregunta: y tú, ¿tanta evolución para quedarse en esa rigidez, en esos artificios, en esos temores a ser nada?
Si hay algo que nos lanza el arte es una interpelación hasta la raíz, como un rayo que rasga el horizonte y nos estremece con ecos que suenan tan remotos como de épocas que aún no han existido. Una invitación a salir de uno mismo, a explorar en nuestras pulsiones y alucinaciones, en nuestros temores, sueños y gritos.
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—Explorar en la arcilla—
“Todo lo que dicen de mí es cierto”, enuncia un autorretrato de Carlos Olivera. La obra escapa a cualquier molde. Hay quien puede encontrar un pez, un águila, una ofrenda de piedras al borde de un acantilado. Lo innegable son sus ojos: en ellos asoma un tridente, elevado como un juego para excavar al fondo de uno mismo. Alquimia de barro que a más de 1.000 grados de temperatura alcanza a convertirse en mirada de piedra. Olivera inventa, juega, explora, vuela y, al mismo tiempo, expresa la milenaria tradición de la piedra. De las piedras que hablan y fundan manantiales, de las rocas que se convierten en aves, de las mujeres y hombres que se transforman en piedras.
Ha trabajado en plastilina, en hierro, en piedra, en madera, en arcilla, en cobre, en cuero; con azúcar, semillas, vidrio, cera de abejas, restos de objetos que encuentra por el camino. Su obra expresa un constante inconformismo, un viaje, un gran juego. En esta ocasión, aclarando que no es un ceramista, se ha detenido a explorar en la arcilla, en la temperatura. El viaje ha sido profundo y desde esa experiencia nos dice: “Me interesa la cerámica como un proceso en el que puedo desaparecer”. Hace unos años, en hierro, también desaparecía. Con una purga expuesta de manera radical que expulsaba imposturas, pavores, acomodos monstruosos.
—La obra como acertijo—
Lo he visto colocar una nave de náufragos en el horno y he sentido el terror atávico al fuego, por todos aquellos soñadores, poetas, brujas e inconformistas que fueron arrojados ahí por pensar distinto, por hacer grandes preguntas sobre la vida y el universo, por no amoldarse a la rigidez del dogma. Tantas veces ese temor antiguo nos envuelve, nos apaga, nos convierte en cenizas y nos hace olvidar la esencia del fuego, el brillo del fuego, la transmutación del fuego. Hay materiales y sueños que, sometidos al fuego, lanzan su propio juego, y, sin desvanecerse en cenizas, alcanzan más bien a convertirse en piedra. “El fuego tiene la última palabra de un proceso largo en el que he sido más el facilitador que el autor. Eso me hace mucho más libre”, nos dice Olivera.
Alguna vez, alrededor de una hoguera, nos contó su encuentro, fugaz, con un niño que bajaba de una comunidad campesina con un trabajo hecho con chapas, cartones y alambres reciclados, probablemente para alguna clase de su escuela. Una obra desbordante de genio sumada a la felicidad en la cara del niño; y, al otro lado, un país alegremente dispuesto a colocar a tantos niños como aquel en el desván del olvido, a desechar el potencial infinito de su talento. Tanta belleza, ¿a dónde va? Indignación, dolor, grito. De allí también sale el fuego.
En la experimentación ecléctica de Olivera, el grito irrumpe de diferentes maneras. Grita la luna como si estuviera cantando, grita el templador del trueno, grita el piojo con sus pelos de cuero y patas de palisangre. Gritos y cantos. ¿A dónde va su barco de profetas, locos y magos de todos los tiempos? ¿Acaso en sus puertos también recoge a los niños perdidos con sus juguetes de alambre y sol? ¿O es más bien una nave-sapo-espejo que revela una humanidad abocada al naufragio? ¿Todo depende del ángulo desde el que se mire? Cómo expresar con palabras una obra que arde. Quizás la mejor manera sea abrirse la cabeza, las entrañas, mirar qué hay adentro. Y proseguir el viaje desde la nada, sin taparse los oídos con cera, ni con almíbar. Disolverse.