El gobierno surge como una necesidad para que el conflicto, no necesariamente desaparezca, pero sí se mantenga dentro de límites manejables
El gobierno surge como una necesidad para que el conflicto, no necesariamente desaparezca, pero sí se mantenga dentro de límites manejables

Por: Pedro Cornejo
En La política de la fe y la política del escepticismo, el filósofo Michael Oakeshott señala que hay dos formas de interrogar en torno a cómo se ha de gobernar. La primera es ¿quién gobernará y con qué autoridad? Oakeshott afirma que, en la tradición del pensamiento occidental, ha existido la tendencia a creer que en resolver la cuestión referida al tipo de constitución política y a su forma de legitimidad está la clave de un buen gobierno. Y subraya que la experiencia histórica muestra que la mayoría de las veces la manera concreta en la que se conduce un gobierno está en abierta contradicción con el tipo de constitución que, supuestamente, debería determinar su accionar político. La segunda pregunta, en cambio, es ¿qué hará el gobierno sea cual sea la forma en la que esté compuesto y autorizado?

A partir de esta formulación, Oakeshott plantea dos modelos teóricos e históricos de ejercicio del gobierno entre los cuales ha oscilado de manera pendular la historia política del Occidente moderno. A esos dos modelos extremos los denomina “política de la fe”, por un lado, y “política del escepticismo”, por otro. Por política de la fe entiende Oakeshott “la actividad del gobierno que está al servicio de la perfección de la humanidad”. Desde esta perspectiva, la perfección es algo que debe alcanzarse en este mundo, en la historia. Y el gobierno es el responsable de controlar y organizar las actividades de los hombres a fin de que estos logren su perfección. En ese contexto, el gobierno tiene un poder ilimitado para intervenir en todos y cada uno de los actos realizados por los gobernados tanto en la esfera privada como en la esfera pública, distinción, por lo demás, inútil en tanto que en una política de esas características cualquier acto es de interés público y, por tanto, exige la intervención del gobierno.

La política del escepticismo, en cambio, entiende el ejercicio del gobierno “como una actividad específica y, en particular, como algo separado de la búsqueda de la perfección humana”. Dentro de esta óptica, se asume que el conflicto es parte consustancial e inevitable de la vida en sociedad y que ese conflicto, si adquiere proporciones desmedidas, puede hacerla intolerable e incluso puede poner en peligro su continuidad. El gobierno, en este caso, surge como una necesidad para que el conflicto, no necesariamente desaparezca, pero sí se mantenga dentro de límites manejables y que permitan el desarrollo de la vida social.

La gran diferencia, pues, entre la política de la fe y la política del escepticismo radica en que en la segunda se tiene una conciencia muy clara de la fragilidad, finitud e imperfección de los seres humanos que la lleva a dudar de las “utopías” de la política de la fe y a resistirse a aceptar la idea de que existe “una sola línea de acción” a la que debemos someternos todos sin hesitar. Se trata, pues, en última instancia de dos concepciones antropológicas distintas: la de aquellos que creen fervientemente en la capacidad —generalmente racional— del hombre para alcanzar la perfección y la de quienes no se hacen ilusiones acerca del poder y la virtud de los hombres y consideran que “sacrificar el modesto orden de una sociedad en aras de la unidad moral o de la ‘verdad’ (religiosa o secular) equivale a sacrificar por una quimera lo que todos necesitan”.

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