Ante ojos extranjeros, lo primero que llama la atención de “Las cosas que perdimos en el fuego” (Anagrama) es cómo Mariana Enríquez plantea lo argentino: un país de ambientes cálidos e inusualmente tropicales. Los escenarios de esta docena de cuentos parecen inspirados por “Luna caliente” de Mempo Giardinelli o, en su defecto, por alguna subespecie de novela ecuatorial. Cuando se lo pregunto, en una mesa del pasado Hay Festival Arequipa, Mariana contesta que siempre le ha llamado la atención cómo la narrativa argentina neutraliza las marcas geográficas de sus ficciones, como si la temperatura ambiente en Buenos Aires fueran los 18 °C de París, cuando, en sus palabras, “la mitad del año estamos a 40 °C”. Esa resistencia al europeísmo es una toma de posición. No es gratuito el apego a la latitud. Como si coquetease con el determinismo, Enríquez otorga un alto poder simbólico a sus locaciones: casas abandonadas, bosques infinitos, ríos tóxicos, hoteles de frontera. Todo está al límite y esta condición, literal pero también simbólica, extrapola en los personajes una vocación por el borde.
El recorrido por extremos cartográficos, pero también emocionales, crea consistencia. Y en ella, una mezcla de agobio existencial y bochorno climático marca el carácter de estas historias de horror. En lo que parece una declaración de principios, ha desaparecido la clase media acomodada que plagó la imaginación bonaerense del siglo pasado, con sus conflictos internos y ese cuidado intimismo racionalista. En cambio, Enríquez propone una reivindicación de la superstición popular, de la oscuridad que puebla el ánimo de las provincias perdidas y, como consecuencia, en estos cuadros prima una estampa de las clases desfavorecidas que, casi como una venganza, atentan contra el esnobismo rioplatense. Los “grasas”, los “mersas”, los descamisados, diríamos si se tratase de una película de zombis, van por los cerebros de los “chetos”. Y se los comen.
Estupenda lectora de Cortázar, Enríquez practica una perfecta ejecución de lo fantástico: lo sobrenatural interrumpe el pacto de verosimilitud realista. La galería a la que apela es heterogénea: espectros, cultos tanáticos, esquizofrenias, apariciones y monstruos varios se entremezclan con distintos especímenes de la pobreza urbana, rural y mental, como drogos y ladronzuelos, huérfanos y abandonados, deprimidos y reprimidos, cada uno de ellos siempre a punto de explotar o, peor, deshacerse. Es el perfecto control de esa tensión lo que crea el suspense en un nivel técnico impecable, mientras que los ecos sociales de estos seres abismales —casi un guiño al sustrato marxista de George Romero— revelan la singularidad de una imaginación pop y, a la vez, tétrica. La gente aparece y desaparece, parece decir Enríquez, lo que de alguna forma perversa hermana a Stephen King con Videla.
Si bien la incorporación de los ecos de la dictadura están presentes (esos ruidos que atormentan, en la noche, la complicidad prohibida de los diferentes), es la apropiación del género lo que llama la atención. La escritora no teme al gore ni a los recursos clásicos del terror; de hecho, “Las cosas que perdimos en el fuego” reclama su pertenencia a una tradición romántica cuya genealogía empieza con Poe, Lovecraft, Matheson y Ligotti y, ya en formato audiovisual, continúa con la reclusión melancólica a la que acostumbró John Carpenter (“En las fauces de la locura y La niebla”), así como esa versión del gótico sureño recogida en la primera temporada de “True Detective”. El fenómeno, la herida sanguinolenta, son reales, pero lo que aterroriza no es tanto el grotesco, sino la causa. “Lo que da miedo de ‘Carrie’ no son los poderes telepáticos con los que la niña se venga del bullying, pues bien pudo sacar una ametralladora”, dice Mariana. Lo que aterra es por qué lo hace, cómo llegó ahí.
Hay una maniobra, sin embargo, que no solo naturaliza estos referentes, sino que los personaliza: algo que en otro contexto se llamó girl power, poder femenino. En cada uno de estos cuentos las protagonistas son mujeres que recorren un mundo de hombres disminuidos, pusilánimes o cobardes, cuya irrelevancia los coloca en la categoría de extras. Este gesto, tan político, cobra esplendor en el relato que da nombre al conjunto, donde la brutalidad de la violencia masculina ha obligado a que las mujeres recuperen, de una manera feroz, la posesión de sus cuerpos, así sea a través de un castigo autoinfligido, lo que parece una inversión semiótica de la caza de brujas. Todo sea por evitar el papel de víctimas y dar a luz a una “belleza nueva”, menos dócil, más brutal. En Arequipa pregunté también por esta elección y Mariana contestó algo parecido a esto: “No sé por qué a los hombres les molesta que los identifiquen como unos gordos simplones, cuando lo que les debería indignar es que hayan inspirado personajes como Hannibal Lecter”.
Es difícil no estar de acuerdo con ella, sobre todo luego de caer rendidos ante el que, sin problemas, podría ser uno de los mejores libros de cuentos en español de los últimos años. Recomendación final: se deben leer de uno en uno, de preferencia de noche y con las ventanas cerradas. Uno no sabe con qué se puede encontrar ahí afuera.