Dos caminos de aparente evasión que no lo son tanto (alerta de spoiler).
1. Easttown es un pueblo chico en las afueras de Filadelfia que cumple los lugares comunes al respecto: su vida comunitaria y emocional es un infierno y, como sugería Tolstoi, solo desenhebrando ese imbricado tejido social es posible rozar una verdad universal.
Mare —quizá la mejor actuación de Kate Winslet de su carrera, lo que es mucho decir— es una detective que debe resolver una serie de crímenes locales: varias mujeres desparecen o son asesinadas, y la responsabilidad de la investigación recae en ella. Pero Mare es un edificio a punto de derrumbarse: la pérdida de su hijo no ha sido procesada, como tampoco su divorcio, su orfandad ni la relación amor-odio que cultiva con su madre. Alrededor todos son o pueden ser sospechosos o amigos. El director se esfuerza en mostrarnos que esta condición es connatural a Easttown: en un bosque o una ciénaga, cuyos planos se repiten como un recordatorio simbólico, el mismo animal puede ser, en una hora, presa y, en la siguiente, depredador.
Con este presupuesto, las soluciones argumentativas son variadas, pero no tiene propósito comentarlas, solo subrayar que los ingredientes del thriller clásico se confunden con los del costumbrismo con una pizca de discurso de género (los hombres, más bien accesorios, son un tanto sonsos y unívocos, lo que parece —por momentos— perfectamente casual).
Pero, antes que desentrañar los ingredientes de esta serie estupenda, tiene más sentido recoger el fresco y confrontarlo al nuestro: ¿cómo se procesa un luto colectivo? ¿Cuál es la función de la verdad —digamos, sincerar la cifra de muertos en una pandemia— en el camino del duelo? ¿Qué relaciones de confianza se pueden establecer entre sujetos que intercambian roles —digamos, primero adversarios políticos y luego colegas parlamentarios— en un mismo “juego”? ¿Cuánta tranquilidad está dispuesto a sacrificar un individuo por la calma de los demás?
Mare of Easttown se puede ver en HBO.
2. Mi maestro el pulpo es un documental improbable: un cineasta en crisis, Craig Foster, sufre una suerte de surmenage y decide volver a su casa familiar en Bahía Falsa, una playa en las afueras de Cape Town, contra la cual el océano Atlántico se empecina. Pero, entre las corrientes que perfilan los peñascos, hay un poco de mar peculiar: un microclima alrededor de un bosque submarino de algas. Foster, seducido por la idea de que ha vivido demasiado tiempo “fuera” de la realidad natural, decide iniciar un proceso de inmersión gradual a ese hábitat sin wetsuit ni balón de oxígeno. Una cámara le permite registrar la experiencia y por toda protección usa una máscara de buceo.
El universo submarino, como bien decía Cousteau, es el gran misterio del mundo, y es en ese secreto en el que Foster busca sanación, conexión y plenitud. Cada animal, cada pedazo de concha o roca, cada textura o reflejo está ahí por algo y para algo, una condición trascendental que no se agota y que interpela al cineasta en su búsqueda de sentido. Lo que encuentra, en apariencia trivial, además de pequeños y feroces tiburones, los más exóticos peces y una infinidad de moluscos, es un pulpo. Un pulpo común.
Día a día, durante un año entero, día y noche, con sol o lluvia, Foster cumple su promesa autoimpuesta de visitarlo con la esperanza absurda y mágica de entenderlo y, si es posible, de comunicarse con él. Desde el presente, con una voz en que la reflexión transcurre a la emoción con espontaneidad, Foster crea una narrativa que expresa un milagro: un molusco cefalópodo y un primate homínido construyen algo que se parece mucho a una relación amical, íntima. Poco a poco, se descubren, se tocan, juegan, navegan. El conocimiento compartido tiene hallazgos y sustos; los problemas suscitan dilemas éticos (¿debe el humano intervenir ante un peligro?) y dificultades prácticas (respirar). Sin embargo, el profundo deseo de ser parte de algo mayor que uno mismo y de entender las correlaciones que permite la vida en el bosque submarino vencen cualquier impedimento. Quien escribe suele resentir cuando libros y películas humanizan la vida animal para conmover, pero, en esta ocasión, el esfuerzo es inverso (y recuerda al de Philip Hoare con las ballenas): ¿con qué sueña un pulpo cuando duerme? ¿Cómo ve a un humano? ¿Qué piensa, qué lo serena?
Hay algo esperanzador en el esfuerzo emocional e intelectual de Foster, pero su atrevimiento también nos interpela trágicamente: ¿qué dice de nosotros que un sudafricano sea capaz de empatizar tan profundamente con un octópodo, mientras la mitad de los peruanos no lo podemos hacer con la otra mitad que votó distinto?
Mi maestro, el pulpo, se puede ver en Netflix.
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