Una tarde en Santa Cruz con Oswaldo Reynoso
Una tarde en Santa Cruz con Oswaldo Reynoso
Jerónimo Pimentel

En el invierno del 2008 Arturo Higa, José Carlos Yrigoyen y yo habíamos pedido audiencia a Oswaldo. Por esos años habíamos fundado la efímera editorial Doble Príncipe, centrada solo en reediciones de clásicos de la poesía peruana contemporánea, un proyecto ambicioso y claramente destinado al fracaso; y por ello le pedimos al autor de Los Inocentes un prólogo sobre los Poemas de entrecasa, de Manuel Morales, el segundo volumen de nuestra imaginada colección. Reynoso nos recibió con su característica túnica de seda adornada con motivos orientales —souvenir de su estadía china— y pidió 150 dólares por el texto —Oswaldo daba lecciones y una de ellas era que el escritor siempre debía cobrar—. Aceptamos la tarifa con dolor porque la idea nos entusiasmaba: de joven él había sido muy amigo de Morales pues habían compartido el barrio de Santa Cruz. El arequipeño comentó la iniciación del poeta en la literatura —una borrachera convertida en recital en una cantina perdida en una de esas callejuelas que cruzan el Ejército— e, ilusionado por el ejercicio de la memoria, nos invitó a recorrer con él Miraflores en pos de pistas.

Manuel Morales era, en efecto, un misterio. Lo poco que se sabía de él se podía resumir en un párrafo: nació en Iquitos, Lima le provocaba asma, se autoexilió en Porto Alegre en la década del setenta, acuñó un par de frases memorables, como aquella que sostiene que ser poeta en el Perú es más difícil que levantar una mesa con los dientes, y publicó un libro magnífico que anticipó la incorporación del lenguaje popular al verso en un gesto que precedió a Hora Zero, agrupación de la que sería arte y parte.

Estábamos ya en Santa Cruz y el distrito había cambiado, aunque Reynoso no se había dado cuenta; con una naturalidad desconcertante abría las puertas de las pocas quintas miraflorinas que se resistían a la gentrificación y saludaba o hacía que saludaba a los vecinos. Algunos, una señora sorprendida a mitad de una telenovela y un jubilado jugando los descuentos al vaivén de una mecedora rota, le contestaron como si él nunca se hubiera mudado. Le decían profesor y no era raro porque hace cuarenta años ya lo era. En medio de ese trajín, un poco ocioso, casi censual, Oswaldo tuvo una epifanía: se detuvo en un solar e intentó adivinar el apellido de la familia que ahí había conocido: Guzmán, Segura o Valdivia. En esa duda se paralizó y, como si le atravesase un rayo, evocó la figura de un chico hermoso. Nos detuvo para marcar un énfasis y luego habló de su piel mestiza con el cariño que los amantes se reservan para las noches iluminadas. Luego describió su cuerpo con una emoción un tanto cursi: dijo espigado, bruñido, apolíneo y palabras así. En seguida aludió a algo que llamaba amor napolitano y dedicó frases a la ambigüedad genérica de la belleza juvenil. En esa exaltación la búsqueda de Morales se volvió irrelevante y, la de ese muchacho, una exigencia.

Le hicimos caso. Fuimos por Capello, Toribio Pacheco, 
Tovar e Ignacio Merino, y recorrimos también Mendiburu, La Mar y Contralmirante Villar. Éramos una cuadrilla en pos del fantasma de un sueño. Tocamos puertas, preguntamos a los dependientes de viejas bodegas e invadimos sin precaución la propiedad ajena. Pero lo logramos. Una abuela identificó al escritor, ya famoso, y convocó a lo que quedaba del vecindario para localizar al efebo. Higa y yo respiramos de alivio y pensamos que la tarde estaba justificada y que de ahí podría emerger una historia mayor que enmarque la atmósfera que habría propiciado la obra de Morales. Pronto nos daríamos cuenta de cuán equivocados estábamos.

Ante el reclamo de Oswaldo, acudió a escena el numen, pero ninguno de nosotros estaba preparado para la aparición. El hombre, ya adulto, era enjuto y vestía ropa suelta, de otra talla. Era alto, en efecto, y la vida aún no lo había encorvado lo suficiente como para calificarlo como derrota, pero algo en su mirada estaba lleno de polvo y amargura. Nada de esto, sin embargo, era importante. Lo único relevante en este improbable modelo era que le faltaba nariz. Literalmente. En el lugar del tabique había una hendidura apenas solapada por un injerto y solo la punta del cartílago se asomaba en el lugar que correspondía a las fosas nasales. Nos congelamos ante el fenómeno y sin decir palabra tratamos de imaginar la causa del desastre: una paliza, un accidente automovilístico, 40 años de cocaína o todas las anteriores. Ningún esfuerzo de imaginación podía recuperar al chico que había despertado la inquietud del maestro. Oswaldo, sin embargo, reaccionó con naturalidad: le saludó con cariño, le preguntó por su vida, habló con él un tiempo prudente, el necesario para que no se perciba decepción, e incluso se tomó la molestia de dejarle un billete en la mano a manera de despedida.

Ya de noche, encontramos una cantina donde pedimos tres cervezas. Ahí conversamos sobre el prólogo de Morales que nunca escribiría, de la insoportable pacatería de la Arequipa de los cincuenta y también de cómo bajaba a Agua Dulce antes de que se creara la Costa Verde para disfrutar esas playas que aparecían y desaparecían con la marea. Casi al final, cuando empezó a hablar de política, supimos que debíamos partir. Antes del apretón de manos, cuando estábamos a punto de pararnos para pagar la cuenta, Oswaldo nos detuvo y preguntó: ¿qué le pudo haber pasado a ese muchacho? La duda fue honda, solemne, y tenía sufrimiento. Nosotros no supimos qué responder y ante el silencio Reynoso se contestó a sí mismo: “Alguien debería escribir un cuento sobre ese chico. Alguien debería escribir la historia de cómo es la belleza cuando deja de serlo”.

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