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La sabiduría popular dice que “el perro es el mejor amigo del hombre”, con lo que sienta una alta valla para lo que llamamos amistad. Pero no podemos negar que, efectivamente, el amor del perro es incondicional, su compañía entrañable y su lealtad, hasta más allá de la muerte. Entre los seres humanos, solo los santos se le acercan.
La misma sabiduría llama a los amigos “la familia que uno escoge”, pues las afinidades que nos conectan pueden crear lazos incluso más profundos que los de sangre. Un magnetismo innato, como sembrado en nosotros desde el nacimiento, nos reúne y nos lleva a buscar su conversación y su compañía. Normalmente, se va descubriendo poco a poco al amigo que se asoma en el otro. Pero hay también amigos o amigas ‘a primera vista’, a quienes reconocemos desde el primer momento en que las vemos como muy antiguas conocidas. Tan fuerte y generalizado es ese sentimiento que fácilmente se habla de “vidas pasadas” para dar a entender que se trata de una relación inmemorial, allende las épocas y los tiempos.
Intuimos, en quienes se convertirán en amigos, ecos lejanos y reverberaciones —de semejanzas tanto como de diferencias—, a partir de las cuales va naciendo el vínculo que nos irá fundiendo a los dos en un solo sentimiento, una sola mirada, una sola voluntad. La intimidad que alcanza ese acercamiento lleva a Aristóteles a describir al amigo, tan poéticamente, como “un alma que habita en dos cuerpos. Un corazón que habita en dos almas”; y a Julio Ramón Ribeyro lo lleva a afirmar que el amigo “conoce la canción de tu corazón y puede cantarla cuando a ti ya se te ha olvidado la letra”.
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Si Lacan nos dice que es en el espejo el primer lugar en el que el niño adquiere conciencia de sí mismo, el amigo es el espejo que continúa su aprendizaje en la vida. La virtud y la edificación mutuas son el espíritu mismo de la amistad. Por eso es el amigo la única persona a quien le permitimos decirnos lo que a nadie más, pues sabemos que lo que diga estará animado por esos nobles fines. A él o a ella le confiamos nuestros secretos más oscuros y nuestros más altos anhelos, nos mostramos frágiles y vulnerables confiando en su incondicionalidad. Así va germinando el afecto que nos hace lamentar tanto su ausencia y así nos sigue enseñando, pues, como lo advierte Confucio, “el tiempo lejos de él te revelará lo que en él más amas” y así, al mismo tiempo, lo que más amas para ti mismo.
En la era digital, sin embargo, el concepto mismo de la amistad comienza a difuminarse y a cambiar de sentido. En las redes sociales asumimos tantas identidades como contextos diferentes queramos, e interactuamos con muchísimas más —y muchísima más variedad de— personas que en nuestra vida real. De esta manera, generamos amistades que nunca podríamos lograr sin las redes mismas. Pero, como el mundo virtual nos otorga absoluta libertad para seleccionarlas y modularlas, transformamos este espacio en un paraíso hecho a la medida de nuestro deseo pero a costa de la realidad.
Nos cerramos a la contingencia, a la casualidad, a la sorpresa, y, en vez de espejos, nuestros amigos de internet se vuelven máscaras que nos ocultan de nosotros mismos.
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“Cada amigo representa un mundo dentro de nosotros”, escribía Anaïs Nin, “un mundo que tal vez no habría nacido si no lo hubiéramos conocido”. Son muchos nuevos mundos los que podemos conocer de nosotros a través de nuestros amigos. ¿Y no es acaso igual (e incluso en algunos sentidos hasta mejor) con nuestras relaciones virtuales, con el millón de amigos que los medios sociales hacen posible?
Según la neurociencia, la interacción con los amigos virtuales en los juegos en línea o de video produce tanta oxitocina y endorfina en el cerebro para estimular nuestros centros de placer y consolidar nuestros afectos como cualquier relación real. Pero ¿será posible el mismo grado de intensidad e involucramiento afectivo y emocional el que podamos tener en internet como en el mundo real?
Uno quisiera insistir en que la amistad no solo requiere del intercambio intelectual con el amigo, sino también de la presencia física del otro, con toda su densidad y opacidad material. En los momentos de silencio en los que seguimos comunicándonos, incubamos sentimientos que, aunque imperceptibles para la conciencia discursiva, son al fin responsables de la construcción de los lazos de amistad. Mientras se requiere de tiempo, dedicación y compromiso para poder alcanzar con el otro los frutos de la amistad, nuestras relaciones virtuales están siempre sometidas al imperio de nuestro capricho, desde el cual regulamos el mundo en el que estamos viviendo.
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Pío Baroja decía que el dinamómetro de la estupidez marca el grado máximo en proporción a la cantidad de amigos que uno tiene. Y es que solo puede ser una resistencia a toda reflexión, un afán inconsciente de no dejar ningún espacio vacío, de no tener que lidiar con el tedio y la confusión necesarios para la conciencia y profundidad en el diario vivir, lo que nos lleva a la exacerbada proliferación de amigos que ocurre en nuestras redes sociales. El gran poeta español Antonio Machado (quien, por supuesto, no tenía a las redes sociales en mente, ni concebía lo que podría ser una amistad virtual) parece describir la situación a la que nos parece estar llevando la experiencia virtual cuando escribe que “tengo a mis amigos en mi soledad, pero cuando estoy con ellos, qué lejos están”.
En tanto las amistades las busquemos dentro de nuestra burbuja mediática, siempre serán superficiales y dispensables. Un millón de amigos, en efecto, podría ser la medida de nuestra estupidez. Pero, como dice McLuhan, toda extensión siempre trae una amputación, es su costo. Valdría entonces quizás la pena regular nuestra euforia por las nuevas posibilidades que nos abren, así como nuestra resistencia a sus necesarios cambios, para lograr encontrar un balance que nos permita vivir a la altura de los grandes desafíos que enfrentamos frente a la era digital.