En junio de 1990 llegaron los primeros mil celulares al Perú. Fue un lote de Motorola, un equipo que por su tamaño y peso era imposible de llevar en el bolsillo. Pero su llegada significó que el futuro ya era nuestro. De ahí en adelante la transformación tecnológica ha sido exponencial. Las personas mayores de 25 años pueden recordar los bodoquitos que eran los celulares de Motorola, Sony Ericsson y, por supuesto, Nokia. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Estarán en manos de excéntricos coleccionistas, en algún dudoso depósito del jirón Paruro o quizás en algún relleno sanitario?
Preguntarse en estos tiempos por aquellos aparatos antes reservados para quienes tenían o la edad o el dinero suficiente para adquirirlos parece un ocioso ejercicio de nostalgia. Hoy, en 2019, según el INEI, el 82 % de la población peruana de seis años a más usa internet en su celular; asimismo, se cuentan dos celulares por cada peruano. Esto evidencia el aumento del consumo de aparatos tecnológicos, por supuesto, pero también nos presenta un problema que a veces pasa desapercibido: los desechos electrónicos y eléctricos que se generan ante el cambio constante de los diversos dispositivos.
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Uno de los principales motivos por los que la gente cambia de equipos rápidamente es porque estos quedan obsoletos en poco tiempo, pues la industria genera nuevas versiones que reemplazan a las anteriores. Lo único permanente es el cambio: el juego del gusanito y el envío de SMS, éxitos de los dispositivos móviles de inicio de siglo, fueron olvidados ante la llegada de los equipos con internet móvil, los cuales, a su vez, pasaron de moda ante la aparición de smartphones de brillantes pantallas táciles e inteligencia artificial, que, como bien sabemos, se renuevan constantemente. Este proceso de innovación es conocido como obsolescencia programada. Algo que la industria sabe explotar muy bien.
La obsolescencia puede ser de tres tipos: de función, cuando sale a la venta un producto más avanzado; de calidad, cuando el equipo presenta fallas después de un tiempo de uso; y de deseo, cuando sale a la venta un producto más avanzado y las personas cambian el que ya tienen solo por cuestiones de estilo o moda.
La obsolescencia de calidad no es una idea reciente. Surgió con un acuerdo empresarial realizado en Estados Unidos en la década de 1920, cuando los fabricantes de focos acordaron reducir la vida útil de sus bombillas para subir sus ventas. Así, la bombilla creada por Edison en 1879 pasó de tener una vida útil media de 2.500 horas a 1.000 horas, cifra que se maneja hasta hoy.
Todos somos posibles víctimas de la obsolescencia. En junio de 2016 compré un smartphone de última generación. Le di un uso regular: redes sociales, fotos, almacenamiento de archivos, escribir en Google Drive y eventualmente ver Netflix. Nada muy exigente. En julio de 2017 me enfrenté a la obsolescencia programada cuando la batería del celular —era de alta gama— empezó a hincharse. No compré el seguro extendido que me ofreció la compañía de teléfonos, por lo que tuve que arreglármelas por mi cuenta. Pregunté a buenos amigos, conocedores de los vericuetos tecnológicos, qué hacer. Sus respuestas fueron básicamente: 1) anda a Polvos Azules, tal vez lo arreglen; 2) cómprate uno nuevo. Antes de poder tomar una decisión, el celular explotó.
La obsolescencia, claro, no es exclusiva de los celulares. La periodista Claudia Cisneros escribió en 2017 un artículo al respecto para el portal Sophimania. En él, que cuenta su experiencia con la obsolescencia de función. “Hace unos años, una tarde cualquiera, se me acabó la tinta de la impresora en casa en medio de un trabajo. Fui de tienda en tienda buscando los cartuchos para el modelo de mi impresora, que no tenía ni dos años, pero no los hallé. Nunca antes había tenido problemas para comprarlos. Frustrada, ya entrada la noche en la sexta tienda que visitaba, no pude más y le pregunté al vendedor especializado ¡qué rayos pasaba! En voz baja me confesó que no creía que pudiera encontrar esos cartuchos porque ya no los hacían [...] me resultó increíble que un aparato de la tecnología y costo de una buena marca de impresora fuera tan rápidamente inservible por la unilateral razón de que ya no se produjeran cartuchos para ese modelo”, relata.
En ambos casos, ni Claudia ni yo pudimos elegir: eligieron por nosotras. La obsolescencia de deseo sí es, más o menos, una decisión. “El mercado estimula constantemente la cadena consumo-desecho-consumo, pues vincula los productos con el estatus. Y lo que todos quieren es estar con lo último en tecnología. Esto hace que no se fomente adecuadamente la responsabilidad ambiental que este consumo conlleva”, dice Martín Beaumont, decano de la Facultad de Gestión de la PUCP y miembro del consejo directivo de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental.
¿Entonces el celular, la impresora o la tableta acaban en poco tiempo en la basura sin más? Por el bien del medioambiente, no, por favor.
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El cambio acelerado de aparatos tecnológicos ha generado un nuevo tipo de desechos urbanos: los residuos de aparatos eléctricos y electrónicos (RAEE). Y estos deben ser tratados en plantas especiales cuyo funcionamiento es aprobado, en el Perú, por el Ministerio del Ambiente (Minam).
Gunther Merzthal, director General de Educación, Ciudadanía e Información Ambiental del Minam, explica que, aunque hay legislación sobre el tema desde el 2012, se está trabajando en mejorarla, pues la fiscalización ha sido el punto flaco. Las mejoras incluyen sanciones a las empresas fabricantes, distribuidores y comercializadores que no garanticen que los aparatos —celulares, tabletas, laptos, computadoras, lavadoras, licuadoras, cocinas, PlayStation, placas de computadoras, etc.— regresen a ellos para ser reciclados. “Si no son tratados de forma adecuada, estos residuos son un riesgo para la salud pública, pues contienen muchos elementos químicos. Por ley es responsabilidad de las empresas que participan en la cadena de venta facilitar el reciclaje de estos productos”, añade.
Roxana Llerena, jefa de operaciones de Comimtel Recycling, empresa especializada en tratamiento de RAEE, explica que los componentes tóxicos que liberan los residuos pueden producir daños a la salud por sobreexposición o manipulación inadecuada, así como contaminación y daños al ambiente (suelo, agua y aire). ¿Ejemplos? El plomo se acumula en el organismo y afecta el cerebro, el hígado y los sistemas óseo y endocrino. El mercurio es perjudicial para el sistema nervioso e inmunológico. Y una batería de litio —que suele usarse en celulares y cámaras fotográficas— puede contaminar más de 650 mil m3 de agua. Comimtel es una de las plantas autorizadas por el Minam y funciona en Lima. En provincias no hay ninguna.
El Minam estima que la generación de estos residuos será de aproximadamente 1.151.000 toneladas entre los años 2012 y 2027. Claro, no son solo las personas naturales las que generan residuos: las empresas públicas y privadas también. ¿Cómo se trabaja al respecto? Las empresas tienen un marco normativo especial y se contactan directamente con las plantas autorizadas. Los ciudadanos, en cambio, debemos acudir por orientación a los municipios.
En el marco de la estrategia nacional Perú Limpio, el Minam ha creado el app En Casa Yo Reciclo, que muestra al usuario los puntos más cercanos para llevar sus RAEE. Las compañías de teléfono también trabajan en esto, pues colocan contenedores para recibir celulares y cargadores en desuso en sus locales. La semana pasada una de ellas —Entel— anunció una alianza con la Municipalidad de Lima para aumentar los puntos de reciclaje en la ciudad.
Ante esta problemática, Martín Beaumont considera que la apuesta por la economía circular es la mejor salida. Esto significa que las empresas no solo deben ser responsables de los artículos que producen, sino de los desechos que resultan tanto del producto como del proceso de fabricación.
“Las empresas pueden apostar por vender no solo productos, sino también servicios. Por ejemplo, una empresa que fabrica lavadoras puede ofrecer un beneficio al comprador para que entregue su lavadora antigua al comprar una nueva. La empresa puede aprovechar en reciclar diversos elementos del aparato y darles un buen uso. Además, libera al cliente del dilema de qué hacer con una lavadora que, claro, no puede guardarse en un cajón”, dice. Tiene sentido, ¿no?