“Parece de ciencia ficción”, es lo que me dijo un amigo sobre esta pandemia. De inmediato me acordé del escritor estadounidense Ray Bradbury, conocido por escribir Crónicas marcianas (1950 ) y Fahrenheit 451 (1953), que Truffaut llevó al cine en los años sesenta. Pero me acordé de él más bien por El hombre ilustrado (1951).
Un hombre se encuentra con un vagabundo, que, a lo largo de su vida, había acumulado en su cuerpo tatuajes tan reales que parecía que contaban historias. En realidad, sí las contaban. Si mirabas con atención su espalda, sus brazos o su pecho, encontrabas retratos, grupos de personas, gente sola en medio de la naturaleza. Lo curioso es que, si te concentrabas un poco más, podías verlas en movimiento, con una secuencia narrativa que los mejores escritores envidiarían.
El vagabundo estaba tan orgulloso de sus imágenes que quería destruirlas. Paradójico, pero comprensible, porque las historias ilustradas en el hombre (“el hombre ilustrado”) daban cuenta de una sociedad distópica, en que la tecnología hacía compañía a personas cada vez más solas.
Historias perturbadoras
En El hombre ilustrado, a través del vagabundo tatuado, Bradbury nos cuenta historias fantásticas, pero perturbadoramente verosímiles. Sus protagonistas son personas comunes y corrientes, que enfrentan situaciones distópicas asumiendo que es natural que estas ocurran. Algunos personajes se adaptan a ellas mejor que otros.
Por ejemplo, en una de las historias, un hombre queda infectado con una enfermedad que llena la boca y la nariz de sangre, y que te mata luego de un año entero de sufrimiento. Como no había cura en la Tierra, había que embarcarse en un cohete y desterrarse en Marte para no contagiar y matar a otros hombres.
En otra historia, todas las personas despiertan una mañana sabiendo que el mundo terminaría esa misma noche, pero que no acabaría ni por una guerra, ni por un ataque biológico ni por una bomba atómica. Simplemente terminaría. Lo sorprendente es que nadie se aturde ni se alarma porque el fin inesperado de la humanidad es asumido como lógico. ¿Qué harán las personas esta noche sabiendo que es la última?, se preguntan los protagonistas. Nada especial: ir al teatro, cenar, acostar a los niños, ver televisión. Se dicen buenas noches, se tienden en la cama, se toman de las manos y duermen con las cabezas juntas.
Mirarnos al espejo
Curioso. El mundo fantástico de Bradbury es un mundo normal, es un mundo verosímil. Nuestra vida ahora, bajo el manto de una enfermedad que tiene explicaciones científicas y racionales, parece irreal. “La sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a todos juntos y al mismo tiempo”, leí hace unos días en un diario español.
Claro, en pocas ocasiones la historia nos enfrenta a eventos que afectan directamente el destino de todo el planeta. Y eso es angustiante, pues nos hace sentir que no hay escapatoria. Es la misma angustia que la del vagabundo, que deseaba deshacerse de sus tatuajes porque todo el mundo quería ver las imágenes y, al mismo tiempo, nadie quería verlas.
¿Será que los tatuajes son nuestro espejo? ¿Y que las imágenes son tan desagradables que nos cuesta mirarnos? Alonso Cueto decía hace poco en este diario que los periodos de crisis les colocan un espejo a las sociedades y a las personas para recordarnos quiénes somos. Yo añadiría que, en los momentos difíciles, es cuando se conoce de qué están hechas las personas, para bien y para mal.
No estamos ante el fin de la globalización. Estamos ante el comienzo de una nueva etapa, en la que, espero, habremos reordenado nuestras prioridades como individuos y como comunidad. Menudo desafío el que se nos ha puesto delante.
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