JOHE IBARRA GUTIÉRREZ
Leonardo se vestía con su pijama después de preparar sus clases para enseñar a secundaria. Se acostó. Echado en su cama pensaba en su trabajo: “Decirle a los escolares: pórtate bien, haz caso a tus padres, estudia para que llegues a ser alguien, cumple tus deberes, respeta las normas… Es innecesario. Solamente son palabras.
Los adolescentes harían caso a la acción, pero los colegas que conozco actúan para cumplir con su rutina: ingresan al colegio, firman en el cuaderno de asistencia, van a sus aulas, esperan a los alumnos, exponen la clase, preguntan, evalúan, dictan, gritan, dejan tarea y se van. No tienen deseos ni tiempo para agregar algo más”.
Leonardo quedó profundamente dormido.
El despertador sonó a las seis de la mañana. Se levantó, se lavó, se vistió, se peinó, salió a comprar el pan, regresó a ingerir su desayuno –preparado por su madre la noche anterior–, se cepilló los dientes, cogió su maletín y salió a coger el autobús. Mientras iba observaba a los pasajeros. Una pregunta lo invadió: “¿Para qué trabajarán?”. La respuesta surgió de inmediato: “Para pagar la comida, la luz, el agua, el teléfono, el internet, el cable, los impuestos… y seguir manteniendo la rutina”. Dejó de pensar en ellos. Sentía un desgano total por enseñar hoy. Se repitió mentalmente, como hacía en varias ocasiones: “Mi función es enseñar, solo enseñar”. Trataba de endurecerse, pero esta vez no lo consiguió.
Al llegar, vio al auxiliar que ya estaba en la entrada. Lo saludó e ingresó. Observó a la encargada de la limpieza terminando de barrer. Por un instante quiso ocupar el puesto de ella. Firmó la asistencia. Apareció la coordinadora, informándole que a la salida habría reunión.
Leonardo ingresó al aula de tercero de secundaria. Esperó hasta las ocho para empezar la clase. Inició con la motivación previa antes de exponer el tema: “Áreas de polígonos”. Después continuó con la definición, los ejemplos, los ejercicios, más teoría, más ejercicios y la tarea obligatoria. Enseñó en otras tres aulas.
Al culminar el trabajo de ese día, bajó al patio. Se dirigió al aula de sexto grado. Aquí siempre se realizaban las reuniones. Al poco rato ingresó la directora.
Se sentó tras el pupitre.
–Buenas tardes, profesores. Veo que varios de ustedes no están cumpliendo con lo establecido. Se les recuerda que antes del inicio de cada mes se cambia la ambientación del aula de su tutoría. Aquellos profesores que no han cumplido recibirán mañana un memorándum con el descuento respectivo.
Más de la mitad de los presentes, incluyendo a Leonardo, no habían ambientado sus aulas. Le expusieron el motivo.
–Lo siento profesores, pero las reglas hay que cumplirlas –dijo finalmente la directora.
–Disculpe, directora –dijo Leonardo–, creo que más importante es cumplir con las clases en vez de estar pegando adornos en las paredes.
Ella lo miró con una expresión muy dura.
–Profesor, entienda que esta empresa le da trabajo para que enseñe y cumpla con las disposiciones. Y me dirijo a todos: deberían estar agradecidos de tener un empleo. Si no les gusta, ¿por qué no se van?
Leonardo sintió indignarse. Notó que las formas amables no cabían en ese momento. Se paró sin decir nada y caminó despacio, dirigiéndose a la puerta del aula. Todos lo miraban. Al llegar, se volvió hacia atrás y vio a la directora, quien también lo miraba.
–Adiós –dijo él. Retomó la caminata. Escuchaba murmullos de los demás. Salió del colegio.
La tarde era fría. Leonardo cruzaba un parque en el que jugaban algunos niños. Caminaba sintiendo la emoción de haber tomado una estupenda decisión.