Dice la contraportada de Capricho en azul, el libro póstumo de Oswaldo Reynoso publicado por Alfaguara: En el epílogo de su vida, Oswaldo Reynoso reunió un último conjunto de textos (memorias, reflexiones, cartas, relatos, poemas) y los preparó para la imprenta. Estos, de naturaleza libre, repasan con fina insistencia los tópicos de la ética y estética que el autor arequipeño había perseguido durante años. El resultado fue -es- un compendio entrañable sobre el deseo, el arte, el gozo, el amor, expuestos en el estilo incomparable de uno de los maestros de la literatura peruana. Los escritores verdaderos son aquellos que incluso en su momento último buscan un gesto, una postura digna, una celebración trascendente para su escritura. Esa es la naturaleza de Capricho en azul, el legado definitivo de un escritor universal.
Paisajes interiores
Las ciudades también tienen un paisaje interior. Paisaje diferente a los que consigan con estampas de colores en las guías de turismo o a los de escenografía acartonada que suelen describir los escritores insustanciales en sus novelas bastardas. No. El paisaje interior de una ciudad es el que despierta en la profundidad de tu existencia la ciudad que siempre te seguirá, a la que siempre llegarás aun si arribas a otras tierras o a otros mares y siempre será la misma porque la vida que ahí perdiste la has destruido en toda la tierra, como lo expresa Cavafis en su poema “La ciudad”. Pero el paisaje interno que siempre he buscado, el de mis nostalgias de ciudades desconocidas de sol con hermosos cuerpos desnudos, es azul. Sí. Y un mojito y otro más en el bar del Hotel La Riviera de La Habana de ese atardecer de llamas que devoraban el cielo y la silueta negra de papel recortado al estilo chino de un joven sentado en el malecón del Vedado y siempre y siempre seré un observador distante a través de grandes ventanales y cómo será su rostro y su mirada y su sonrisa y el tono de su voz y solo la silueta que de vez en cuando arquea su brazo y coloca su mano en la cintura formando un triángulo que enmarca la bola de fuego que va muriendo en la noche y es en ese instante que siento la unión placentera y mística del paisaje de la ciudad que llevo oculto con el paisaje interno de La Habana y al llegar al bar de los portales del parque de la ciudad de Jalapa y un tequila y otro y otro más recuerdo los versos del joven poeta Viscely de Chimbote un puerto del Perú cuyo segundo apellido tal vez vasco o catalán es el mismo nombre de una calle estrecha empinada con casas de colores vivos de esa ciudad mexicana y el calor igual al de esa tarde que desde la entrada de un auditorio un poco oscuro escuché la lectura de sus poemas de nostalgias azules y azul era el color de mis dolorosos y placenteros paisajes interiores y siempre la distancia y cómo en su rostro y en su mirada se expresarán los sentimientos de sus poemas de imágenes hermosas e insólitas y nadie sabe que la noche es una grieta femenina y así puedes entender que tu juventud es un manojo de lluvia bendita y el tono y la cadencia de su voz ondulaba en esa tarde en la lejanía obscura de un auditorio y entonces describo que el paisaje interno de su puerto era también azul como el de mi ciudad oculta de mis nostalgias de desconocidas ciudades de sol. Y me fui con varios amigos a una cantina a celebrar el descubrimiento del color de ese puerto y era azul como las flamas que despide el ron cuando se incendia en la noche caribeña en un vaso para verter luego de algunos segundos de reposo el agua fresca de un coco y eran también azules los destellos de esas llamas que reverberaban en el rostro tan negro casi turquí del joven pescador Andrés que me preparaba ese trago y desde la mesa del bar gozábamos y sentíamos el calor que irradiaban los peregrinos cuerpos de jovencitas afro con transparentes y blancas túnicas y muchachos también afros solo con pantalones blancos hasta los tobillos bien ceñidos como una segunda piel en su danza en medio de la plaza al ritmo sicalíptico de tambores y no eran sus casas de colores de Choroní en el barlovento de Venezuela entre el verde de los cerros y la playa blanca su paisaje interno. No. Era el paisaje interno de esa ciudad desconocida y oculta que siempre se consumía en flamas azules y que tenía miedo de palparla, olerla y entregarme a ella entre dionísiacas flamas azules como las flores de acacias que bordeaban os canales de Zhuozhou y de pronto cuando paseaba en un bote ornado de dragones con mi amigo Liang vi contra el celaje limón - cereza la silueta esbelta de un joven chino en ropa de baño que miccionaba plácidamente mirando el cielo, no sé si en procaz desafío a los demonios o en inocente arrobamiento y el chorro se elevaba alto en hilo centelleante para luego caer en filigrana de cascada fraguando en las quietas aguas de jade un arco iris y la tarde azul y olorosa de acacias y canales de China se prendían en el tumulto de radiolas y ebriedad de amanecida en una cantina de mala muerte en el Centro de Lima y el joven poeta José Caro venido desde su Huamanga de la guerra interna saca de su mochila un cuaderno y me lee e poema construimos nuestros sueños entre naipes frágiles y el cegador e almas se encarga de tumbarlo todo en un segundo neón... etc. Salimos del bar con Miguel Ángel y caminamos hacia la Plaza San Martí. Sentados en un banco el poeta José Caro recita estatuas de carne sin voz sin movimiento. Respira y con voz quebrada dice: No naciste para negarlo ni partido diluido en la noche entre azul y granate y se enjuga unas lágrimas. La neblina madrugadora va diluyéndose y aparece el paisaje interior de Lima. Azul. Sucio. Pero el de su Huamanga es granate. Y azul en el recuerdo.