Aunque las culturas mesoamericanas los consumían desde mucho antes de la llegada de los colonizadores, el resto del mundo apenas los descubrió a mediados del siglo pasado. Un reportaje de la revista Life titulado “En busca del hongo mágico” (1957) introdujo al público a la experiencia psicodélica a través del consumo del Psilocybe caerulescens, desde la muy subjetiva mirada de Robert Gordon Wasson, un micólogo aficionado que en 1955 llegó a Oaxaca, en México, donde participó de una ingesta ritual de estos hongos. Lo que vino después de la publicación de ese artículo fue un furor por conocer y consumir estos hongos que fueron una pieza decisiva en el surgimiento de la contracultura de los años sesenta.
Desafortunadamente, con la sobreexposición de la experiencia psicodélica y los beneficios del viaje micótico también se logró que, en 1968, junto con otras sustancias como el LSD, los psilocybes fueran proscritos en casi todo el mundo. Pese a ello, en los últimos cincuenta años, se investigó más sobre sus efectos en el cerebro y los potenciales beneficios terapéuticos. Resulta que toda esa risa, hipersensibilidad y bienestar tendrían un correlato en la salud mental. Un reportaje recientemente aparecido en Scientific American cuenta cómo el flamante Centro para la Investigación Psicodélica y de la Conciencia de la Universidad Johns Hopkins viene realizando una minuciosa labor de investigación apoyada en evidencia sobre el impacto que tendría la psilocibina en el tratamiento de anorexia, Alzheimer, tabaquismo, estrés postraumático y depresión crónica. “Todos los potenciales usos que tiene pueden hacerlo sonar como aceite de culebra, pero la evidencia es sólida”, explica el Dr. Roland Griffiths, director del mencionado centro. Como ocurre con el cannabis, es la arista política del asunto la que definirá cuán pronto este tipo de tratamientos estarán disponibles para los millones de personas que podrían beneficiarse de ellos.
Bacterias en vez de cemento: el concreto del futuro es verde, literalmente.
“El material más destructivo en la Tierra”: así tituló The Guardian a un reportaje del 2019, en el que detalla los impactos ambientales del concreto, la segunda sustancia más consumida después del agua. Se calcula que es responsable de entre 4 y 8 % de las emisiones de CO2 del mundo, y consume alrededor de la décima parte de toda el agua de uso industrial. Urge encontrar otras formas de producirlo sin un costo planetario tan alto. Y parece que la respuesta se halla en las bacterias. Una nota del New York Times explica cómo arena, un poco de agua y cultivos de bacterias fueron suficientes para crear en el laboratorio los primeros bloques de concreto orgánico capaces de aguantar hasta el peso de una persona encima de ellos. Hace falta perfeccionar el proceso de producción y la resistencia del nuevo material, pero el potencial promete. Obtener más bloques de este concreto a partir de uno solo, gracias a la reproducción de las bacterias, ya haría mucho más manejable el recurso.
¿De qué sirve reducir nuestro uso de plástico si este se sigue produciendo cada vez más?
De poco sirve llevar bolsas de tela al supermercado si ese mismo establecimiento te ofrece fruta envuelta en plástico. O sea, en vano reducimos nuestro consumo si la producción sigue aumentando. Y parece que va a aumentar mucho más.
Recientemente, Wired reportó que gigantes de la industria de los hidrocarburos como ExxonMobil, Shell y Saudi Aramco están proyectando aumentar su producción de plásticos en los próximos años como estrategia para afrontar una eventual reducción global del consumo de combustibles fósiles.
Electrodomésticos, accesorios para el hogar, partes de automóviles y un sinfín de aplicaciones se proyectan como parte de la estrategia para aumentar la producción de plásticos. Lo triste es que poco importa que no sean plásticos de un solo uso o no; todos al final son de larga duración para el planeta.