La vejez no tiene que ser una tragedia, el problema está en la obsesión humana por alcanzar la eterna juventud y la prolongación de la vida.
La vejez no tiene que ser una tragedia, el problema está en la obsesión humana por alcanzar la eterna juventud y la prolongación de la vida.
/ adamkaz
Victor Krebs

1

Hace poco enterré a una amiga que se acercaba ya a los cien años de vida. Lúcida aún y con una memoria privilegiada, no cesaba de contarme historias de su infancia, como si estuviese revisando y ordenando sus recuerdos, reviviendo sus afectos, reencontrándose con sus seres más queridos, descubriendo, aun entre las ruinas de todos esos años, nuevas cosas y emociones desconocidas. Parecía estar intentando descifrar un enigma que la consumía: “¿Qué es la vida?” —a veces declamaba, conmovida— “un frenesí, una ilusión, una sombra y una ficción”.

2

Desde el momento en que nacemos, empezamos a morir. Media vida pasamos en un sueño de inmortalidad y un olvido absoluto de la muerte. En cualquier inesperado día, sin embargo, la vida misma se encarga de romper el hechizo y nos confronta con la realidad. Como Sócrates bien decía, la vida no es otra cosa que una preparación para la muerte.

Pero, eventualmente, cuando empiezan sus dolencias y crónicos achaques, es nuestro mismo cuerpo su fatídico mensajero. Es un buen chiste —precisamente por la verdad a la que apunta— el que dice que una vez pasados los cuarenta, si te levantas por la mañana sin dolor alguno, es porque ya estás muerto.

3

Al comienzo de la modernidad, la expectativa de vida era de apenas sesenta o setenta años. Eran contadas excepciones quienes superaban los ochenta. Ya en el siglo XXI, no solo es normal vivir más de ochenta años, sino que cada año son más quienes celebran los noventa o cien. Y los cincuenta, se dice ahora, son los nuevos treinta.

De chicos, generalmente, nos aumentamos la edad, pero de adultos empezamos a quitárnosla. Muchos por simple vanidad, pero la mayoría simplemente por hábito o imitación, animados por una cultura infatuada con la juventud y su belleza, que además le huye a la mortalidad. Y es que no hay nada más humano, es verdad, que negar lo humano.

4

El famoso humorista británico P. G. Wodehouse contaba que había solo una cura para el cabello blanco. Es un invento francés. Se llama la guillotina.

Gracias a la ciencia y los avances tecnológicos, cada día hay más formas de paliar el paso de los años. Combatimos el envejecimiento a capa y espada, con cremas y pociones mágicas para revitalizar la piel y desaparecer las manchas, bótox para borrar las arrugas, tratamientos láser de rejuvenecimiento e intervenciones plásticas cada vez más sofisticadas, que alimentan la ilusión de la juventud eterna.

Bien decía Pablo Picasso que la juventud no tiene edad. Sin embargo, parece inevitable que con el avance de los años el deterioro físico y mental aumente, que el círculo de nuestras amistades se vaya reduciendo y que, poco a poco, nos sintamos cada vez menos interesados y más distantes de las prácticas y sucesos de la sociedad.

5

Para muchos la vejez se vuelve una tragedia. Golda Meir dijo alguna vez que “la vejez es como un avión volando hacia una tormenta. Una vez que estás a bordo, ya no hay nada que hacer”. Pero la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, como apuntaba sabiamente Oscar Wilde, la tragedia es que uno aún es joven. O, más bien, la tragedia son nuestras sociedades, tan obsesionadas con la belleza juvenil, que destruyen la juventud interna, trocando su propia y singular belleza por la frívola apariencia.

Recuerdo cómo mi amiga, durante los últimos meses de su vida, regresaba siempre consternada y deprimida de la clínica por el trato que recibía de las enfermeras que hablaban frente a ella —me decía, incluso acerca de ella— como si ella fuese solo “un paquete”. Pero también se lamentaba, abatida, por la forma cómo su familia, como decía, se había “apropiado” de su vida, disponiendo de sus bienes y tomando decisiones sobre su futuro sin siquiera consultarle.

Estamos más sensibilizados que nunca contra la discriminación racial, sexual, por género, ideología o religión. Pero estamos, mayormente, inconscientes de la forma cómo sistemáticamente discriminamos a los ancianos en nuestra cultura, e incluso a veces permitimos el abuso y el maltrato sin siquiera un pestañeo.

6

Ingrid Bergman comparaba el entrar en años con escalar una montaña, pues “aunque te quedes corto de aire”, decía, “¡la vista es mil veces mejor!”.

Mientras decaen nuestras facultades, se activan nuevos poderes y posibilidades. Descubrimos tesoros donde antes no los veíamos, la belleza adquiere nuevos visos, y se encuentra en los lugares más inverosímiles, comenzamos a ver las cosas con la profundidad del recuerdo y la experiencia. En el camino cada vez más inminente hacia la muerte, adquirimos una perspectiva que nos hace tomar las cosas en su real valía.

Aunque es cierto también que la vejez no asegura la sabiduría, hay aquellos que maduran como el buen vino y otros simplemente se avinagran. Hay tantos viejos necios como hay algunos viejos sabios. Al final, en palabras de Abraham Lincoln, no son los años en tu vida, sino la vida en tus años lo que cuenta.

7

Todas las mañanas cuando voy trotando por el parque, me asombra ver tantos coches y sillas de ruedas juntos. Tras los ojos fijos y contemplativos de los ancianos, los imagino remontándose a su infancia, casi confundiéndose con los niños. Y pensando otra vez sobre la vida y la muerte, se me vienen a la mente estas líneas sabias de T. S. Eliot: “No cesaremos de explorar/ y el fin de nuestra búsqueda/ será llegar donde empezamos/ y conocer el sitio por primera vez”.

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