[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]



No era su primera tortuga. “No permitiré que se me escape”, pensó Valderrama. Con el espadón, la tarea de acabar con el animal sería infinitamente más fácil. Cubrió los últimos cientos de pasos a toda carrera, temiendo darse un tajo con el acero enorme; llegó al animal cuando ya las primeras olas de la playa mojaban la horrible cabeza y, sin dudarlo, la golpeó en el punto en el que desaparecía bajo el gran carapacho. Cuatro tajos bastaron para separarla; quiso negársela a los peces, pero ya se perdía ensangrentada entre olas que le llegaban a la cintura y, de cualquier modo, tenía a su disposición más carne de la que podía consumir antes de que lo hiciera la putrefacción. Se sentía fuerte, y solo tardó el resto del día en arrastrar el invalorable cadáver hasta por encima de la línea de pleamar.

A Valderrama lo había embaucado Marcos de Niza en Panamá, convenciéndole para acompañar a Pizarro en aquella expedición al Mar del Sur, al Perú. No supo que estaba en el vulnerable centro de un conflicto político que nunca acabaría de entender. Por un hurto menor, increíblemente, lo desembarcaron en una larga y árida isla frente a la deshabitada costa del país, sin otros paramentos que su armadura y un espadón que le arrojó el propio Pizarro cuando estuvo seguro de que se lo tragaría el mar. Ni siquiera había podido detener la partida de la nave deshaciendo sus pulmones con el Credo. No era de cristianos ni de marinos lo que le hacían: podía imprecar, denunciar al cielo la perdición infinita de aquellas almas, y el cielo le daría toda la razón; no sería Valderrama quien se alejara de Dios por obra del desencaminado Pizarro y de los otros extremeños. Con dos varas rectas construyó una cruz, que erigió en la más alta cima de la isla. Después de hacerla se sintió mejor, redimido de sus cuitas mundanas.

Tardó algunas semanas en corregir las peores miserias de su existencia. Primero recogía la lluvia con partes de su armadura, hasta que halló más útiles los caparazones de tortuga, rascados con arena. Le costaba tanto matar a las más grandes que decidió bucear hasta hallar el montante. Y tanto se empeñó que logró sacarlo a la superficie y hacerse de un arma.

Exploró su isla. El extremo sur era escabroso, y de sus riscos subían los lamentos de una muchedumbre de lobos de mar cuya jugosa carne clamaba a su estómago, como sirenas invitándolo a la perdición de una caída para luego cebarse con su sangre. Las loberas eran peligrosas e inaccesibles, pero descubrió cerca de la cima del risco una piedra semejante a un cómodo asiento y pasaba largas horas allí mirando a las bestias, mientras afilaba el montante o trenzaba para hacer cuerdas las pocas fibras que lograba rescatar del mar.

Había ocasiones —pocas— en las que se rebelaba contra su desgracia, y del deseo de venganza pasaba a considerar el suicidio. ¿Contra qué luchaba? ¿Por qué no arrojarse a la lobera? Lo calmaba la convicción de que la vida —su vida— se justificaba a sí misma. Viviría, pero más: dominaría.

Empezaba como una pequeña tormenta de enojo dirigida hacia sí, mera prolongación de aquel diálogo que sostenía en voz alta con el único ocupante de esa remota isla. Valderrama opinaba que Valderrama tenía la culpa de haber perdido el anzuelo con el que pescaba; Valderrama replicaba convencido de que no, que toda la culpa era del otro, de Valderrama, por haber descuidado la hechura del nudo. Poco tardaban Pizarro y Marcos de Niza en aparecer para cargar con culpas propias, la tempestad crecía alimentada por la canícula, y Valderrama hundía las manos en la arena caliza y afilada hasta levantarse las uñas.

Concluía aquellas turbulencias siempre reencontrándose con la revelación que la isla le había confiado en una noche secreta. Soñó que era rey. Al despertar, aún de noche, miró los abismos y las constelaciones, tan distintas a las de España, y el hirviente cobre de sus brasas y sus propias manos callosas tocando su cara, y oyó a los lobos ya sin temor y escuchó y olió el mar hasta acabarlo. Entendió que él, Valderrama, era el único súbdito de Carlos que podía darse el lujo de arrebatarle al rey la corona durante un sueño y conservarla en la vigilia. Pues no necesitaba soñarse rey: lo era. Él, Valderrama —como Adán antes de la pérdida de un hueso del pecho— era el monarca supremo de esta isla de tortugas, gaviotas, lobos y sirenas. Y vitalicio, que significa para siempre. Porque, tras una lección que se dio a sí mismo, Valderrama había decidido que era mejor vivir a solas —pero entre cristianos— que pasar la vergüenza de suplicar conmiseración a quienes lo habían traicionado.

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narrativa
Un único desierto

Enrique Prochazka
Edición: Seix Barral
Páginas: 224
Precio: S/ 59,00

Había ocurrido durante las primeras semanas de su desdicha. Poco después del amanecer había visto, a pesar del ardoroso contraluz del levante, tres naves españolas que se dirigían ávidas hacia el sur. Algo estaba pasando en aquellas costas, algo empezaba a seducir a los españoles en las sierras del interior de aquel país increíble. Y Valderrama se lo estaba perdiendo. Por entonces aún no había logrado hacerse de un fuego constante, y le fue imposible intentar otras señales que las de sus gritos y las de un herrumbrado tartamudeo de luz concedido de mala gana por la hoja del espadón. De pronto comprendió que no lo verían: que él, Valderrama, era un apestado al que ya no se dirigían las miradas. A Valderrama lo habían castigado españoles; no serían españoles los que lo rescataran. Al diablo con ellos; otros retos, otra vida tenía él por delante.

Tras la rueda de las estaciones aprendió a reconocer el variado aroma del mar. Cierta mañana venteó tierra firme. Las muy esperadas lluvias le habían borrado la visión de la costa próxima desde hacía varios días, pero aquella mañana la vacuidad del aire penetrado de luz era insoportable. Poco más allá de las rompientes, a punto de encallar en su isla, un tronco que debía ser muy grande se dirigía al sur arrastrado por la corriente estival. Mi barco, gritó Valderrama, mi armada. Se lanzó al agua con su cuerda y sin apenas un plan, sin atender ni por un momento a las viejas o confusas razones por las que se había determinado a permanecer en su reino.

En vida el árbol debió haber sido un monstruo; era recto, grueso, escaso de ramas y por completo sordo a los enloquecidos reclamos del ser humano que ahora se le había encaramado. Nada podía hacer Valderrama para guiarlo, y demasiado tarde supo que no debió intentar extender sus dominios a esa isla móvil que, se veía bien claro, encallaría de todos modos en el extremo de su reino. Pero no se lanzó al agua, y luchó hasta el último instante para amarinar su dudoso bote.

Ya sobre el arrecife, el tronco lo despidió al atascarse alguna de sus ramas en el fondo, y Valderrama voló a estrellarse contra las rocas. No tuvo la suerte de perder el conocimiento; algo puntiagudo descarnó su ojo, sintió que grandes huesos se le quebraban. Dolores atroces y el sabor de la sangre lo acompañaron los dos días que tardó en arrastrarse a casa, maldiciendo la infinita estupidez y la indeseable compañía de Valderrama. Desde entonces, tuerto y con una pierna rota —que sin embargo curó razonablemente— ya no pudo correr tras las tortugas, y la merma en su dieta lo debilitó bastante.

Le quedaba pescar. No había desarrollado mucho la técnica pero, cuando no tuvo más remedio, se convirtió en un pescador hábil. Hasta el fin de las lluvias se nutrió más mal que bien, pero un día lo desmayó la picadura de un molusco multicolor. Entre vómitos y visiones volvió a su covacha; tenía un gran corte en el pecho. Esperó cinco días a que cerrara la herida, sin comer y enloqueciendo de sed. Apenas logró abrir su último coco. Su fuego terminó de apagarse y, cuando al sexto día llovió, no pudo hallar nada seco para quemar. Decidió salir a buscar algo de comer; apenas encontró unas algas, que masticó débilmente. Harto, desesperado, tuvo otra de aquellas batallas con Valderrama. Cuando sobrevino la calma decidió ir a su piedra a contemplar el mar.

Ya no le importaba la pequeñez de su destino. Ni siquiera podía despreciarlo. A otros (a Pizarro, a las gentes de Alvarado, ¿qué importancia tenía?) correspondería la inacabable conquista de la nueva tierra, allá al frente. Valderrama, lento y digno héroe de su propia fragilidad, poseía por el contrario apenas esta cómoda piedra, oía el estrépito vital de la lobera por debajo de él y contaba los concienzudos latidos de su propio corazón, ajeno ya a toda necesidad de ponerse otras metas que las del vivir. Sobre él brillaba el sol.

Entonces, con el cuerpo hecho jirones, sobre la isla y frente al mar que le causara tantas desdichas y le permitiera aquella humana, inútil conquista, Valderrama murió.

Desde julio de 2001 Enrique Prochazka preside la Federación Peruana de Andinismo y Deportes de Invierno.
Desde julio de 2001 Enrique Prochazka preside la Federación Peruana de Andinismo y Deportes de Invierno.

vida & obra
Enrique Prochazka (Lima, 1960)

Estudió Filosofía, Arquitectura y Antropología, pero luego se inclinó por la actividad literaria. Hace 20 años publicó los relatos de Un único desierto, libro que tuvo gran acogida por la crítica. Luego puso en circulación la novela Casa ( 2004 ) y Cuarenta sílabas, catorce palabras ( 2005 ). Esta reedición de Un único desierto trae textos de Gustavo Faverón, Enrique Vila-Matas, Fernando Iwasaki, Santiago Roncagliolo y Augusto Effio.

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