Cuando las personas parten de este mundo, algo de ellas queda en sus objetos. En las fotos familiares, en los recuerdos de los viajes o en las piezas atesoradas de sus ancestros. El antropólogo Fernando Fuenzalida pensaba que las cosas formaban parte de nosotros, y quizá por ello resguardó, como un caballero que protegía su honor, todos sus libros, una escultura de Diógenes de bronce, una casita de madera “en la que vivían duendes”, como solía decir, un póster del Señor de los Anillos que obtuvo mucho antes de las películas taquilleras, y los más extraños objetos que hoy parecen seguir hablando de él.
De hecho Fuenzalida fue un caballero. Rebeca, la menor de sus tres hijas, muestra orgullosa el diploma que le otorgó la Legión Tebana, cuyos miembros llegaron a Lima desde Italia especialmente para nombrarlo “Caballero”. En aquella ceremonia medieval que sucedió en pleno siglo XX, él vistió una túnica blanca con capucha y cinturón. “Mi papá era como Gandalf el Blanco”, bromea Rebeca. Un mago cuya mirada traspasaba todos los muros.
De esta ceremonia también le quedan la espada y las espuelas, ambas cuelgan como trofeos en la casa de Rebeca, donde funciona el restaurante cultural que lleva el nombre de uno de los libros de su padre: Tierra baldía. Desde su muerte, ella mantiene la copiosa biblioteca paterna, también los sillones donde leía y muchísimas fotos en las que aparece con familiares y amigos. “Lo recuerdo leyendo, viendo películas y navegando en internet, cuando todavía nadie tenía acceso”, cuenta. Como bien dice su hija, él fue un adelantado, una especie de gurú que investigaba en campos diversos: temas bélicos, política internacional, arte popular, historia de las religiones, filosofía, ciencia y tecnología. “Una vez —cuenta la hija— un diario lo entrevistó sobre la situación de Estados Unidos y él dijo para sorpresa de todos que era un país vulnerable y que en cualquier momento podía ser atacado”. Poco tiempo después sucedieron los atentados contra las Torres Gemelas. “A veces parecía Nostradamus. Sus análisis eran exactos; eso me sorprendía mucho. Creo que él vino al mundo con un don. Fue un hombre culto y de mente tan abierta en una sociedad cerrada”.
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Fuenzalida vivió hasta los cinco años a dos cuadras de la iglesia de las Nazarenas, en una casona que se derrumbó en 1940, tal como lo cuenta en un documento inédito que es como un esbozo de memorias. “Atravesé en mi infancia —escribe— toda la atmósfera creada en 1939 por la II Guerra Mundial. Ello me impactó poderosamente en mi primera formación, porque mi madre era hija de un excombatiente alemán de la I Guerra Mundial y porque entre las amistades personales de mi padre estaba Pablo Neruda y otros, entre los cuales había veteranos de las brigadas internacionales. Todos ellos comentaban los acontecimientos de la época, mientras se escuchaban las emisiones de Radio Berlín y de la BBC”.
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“Fuenzalida no ha muerto; él vive en sus libros”, afirma uno de sus grandes amigos, el sociólogo Hugo Neira. Juntos compartieron desde muy jóvenes la pasión por el conocimiento integral y la investigación. “Léanlo, él está en los libros que escribió”, recalca. Perteneció a una generación ávida por conocer más y entender a su país, rodeado de poetas como César Calvo, Rodolfo Hinostroza o Arturo Corcuera. No se detenía en un solo enfoque, siempre iba más allá, curioso y libre, saltando entre distintas disciplinas y épocas de la humanidad. “A veces lo encuentro en mis sueños y conversamos”, dice Neira sin inmutarse. Para él su amistad trasciende a la muerte.
Ramón Mujica, otro de sus grandes amigos, lo recuerda así: “Fue un antropólogo multidisciplinario, de los más brillantes que he conocido en mi vida. Era deliciosamente heterodoxo en su capacidad para demoler las historias ‘oficiales’ del Perú. Tenía mirada de águila y una memoria enciclopédica en extensión y profundidad”. Ahondando en su pensamiento, Mujica destaca que Fuenzalida “identificaba la existencia de ‘mitos’ y ‘utopías’, no solo entre los pastores y campesinos tradicionales del sur andino. También los encontraba entre los políticos fundamentalistas de derecha e izquierda, entre los científicos positivistas de renombre, por no mencionar a los líderes religiosos del momento”.
Escuchar a Fuenzalida fue para él una experiencia sorprendente: “Como ningún otro, detectaba los contenidos míticos de un pensamiento arcaico dentro de la propia cultura contemporánea. El hombre siempre había sido el mismo, comentaba”.
¿Cómo describirlo en pocas palabras? ¿Humanista, multidisciplinario, visionario? La antropóloga María del Pilar Fortunic fue su alumna en los años ochenta. Ella lo recuerda, sobre todo, por su memoria privilegiada y por su interés en la ufología. “Mientras muchos discutían sobre si somos o no los únicos en el universo, él prefería hablar de la tecnología de avanzada de los extraterrestres, de qué metales usaban. Tenía información que nadie más manejaba. Era muy interesante tener cerca a una persona tan erudita con la que se aprendía en cada conversación”.
Como buen maestro, Fuenzalida les transmitía a sus estudiantes la confianza para que lideren sus propias investigaciones: “Fue un ser libre, un humanista, nos enseñó a no estar supeditados a ningún poder. Fue un investigador de talla mundial que en su momento no fue reconocido en toda su dimensión”. Compartió siempre con sus alumnos de forma horizontal. Cuando enfermó, su habitación se convirtió en su oficina, en la que recibía a amigos, periodistas y alumnos. Su mente se mantuvo lúcida hasta el final.