Para José Miguel Oviedo, que murió hace unos días a los 85 años, el placer de la lectura era inseparable del rigor de la crítica. José Miguel era capaz de emocionarse hasta los límites con un texto sin perder nada de su objetividad y su lucidez. En los años setenta, cuando trabajaba en este mismo suplemento, podíamos leer una crítica semanal de libros que incluía información del autor, de su época y una valoración a la vez rigurosa y apasionada. Los libros eran un motivo para poner en ellos la vida en todas sus dimensiones. Leerlo todos los domingos era un placer y a la vez una lección. Esta es la misma experiencia que sentimos quienes hemos leído sus grandes obras: Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad; La niña de New York, sobre la obra de José Martí; y su magnífica Historia de la literatura hispanoamericana en cuatro volúmenes. Creo que el placer y el interés con el que uno sigue cualquiera de sus textos es que él nunca separó la literatura de las experiencias vitales de las que se alimenta. De un modo u otro, tomó en cuenta el modo en que la soledad, la venganza, el deseo, la muerte, la religión, el amor, la realidad de cada personaje y situación se traducían en lenguajes complejos y en estructuras sofisticadas y eficaces.
Nunca perdió de vista la idea de que las obras literarias expresan las culturas, las convicciones, pero también las experiencias vitales que todos compartimos. Escribir ensayos y estudios académicos era para él un ejercicio de la imaginación, un bien común. Pertenecía a la raza de los que aman la literatura sin ideologías o moralejas. Era un escritor y un lector apegado a la diversidad de la vida.
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Cuando lo recuerdo, en este momento de enorme dolor por su pérdida, siento que esta pasión por la diversidad de la vida lo alcanza por entero. Le interesaba la literatura pero también el cine y la política y el deporte y la fotografía y la música, y era un gran conocedor del teatro (incluso escribió una obra). Le fascinaba viajar y conocer gente y sentarse a charlar sobre todos los temas posibles con grupos de amigos. Era un gran aficionado al poder del lenguaje y, como tal, un gran contador de historias y de chistes. En una ocasión, en la feria de Guadalajara, lo oí decir frente al auditorio que el nacionalismo es una pasión peligrosa que puede llevarnos al absurdo. En esa ocasión, dijo que por ejemplo a ningún canadiense se le ocurre exclamar: “Ay, Toronto, no te rajes”. En esa ocasión hubo algunos aplausos, pero otros lugareños se sintieron algo ofendidos por la frase.
En una entrevista afirmaba cuáles eran las tres opciones de alguien que se detenía frente a un semáforo en Lima: “Si es verde, pasa con cuidado. Si es ámbar, pasa con cuidado. Si es rojo, pasa con cuidado”. Alguna vez, contó la historia de un hombre que entra a una librería y pregunta al vendedor si tiene algún libro de Ernest Hemingway. “El viejo y el mar”, le contesta el vendedor. “Deme el mar”, le dice el comprador.
Su humor era permanente, pues le servía para relativizar las verdades absolutas. La vida era una celebración de lo esencial. En una brillante conferencia en la Universidad Católica sobre Esperando a Godot, terminó diciendo: “La he visto veinte veces y si me dicen que la dan esta noche volvería a verla”. Allí estaban Beckett, Vallejo, Vargas Llosa, Orhan Pamuk (autor que adoraba), y tantos otros. Todos esos son motivos para seguir viviendo, parecía decirnos siempre en sus clases, libros y conferencias. Estas son las razones para seguir charlando, para seguir leyendo, para seguir mirando, para vivir enriqueciéndonos. Esa fuerza y ese espíritu que lo animaban han quedado en sus frases. A pesar de que vivió las últimas décadas en Estados Unidos, siempre volvió al Perú, y no perdió de vista la política peruana.
Paola, José y Marta lo acompañaron en sus viajes y también estuvieron cerca de él estos últimos días. Es difícil aceptar que hemos perdido un espíritu como el suyo. Nos quedan sus palabras que seguirán brillando.