No todas las trompetas del mundo son atravesadas por la exhalación de quienes las tocan. Hay unas que son capaces, por sí mismas, de navegar entre tormentas y crear tempestades a su paso. La de Miles Davis pertenecía a esta casta única en la que los instrumentos son realmente agitaciones meteorológicas, tectónicas. Son el mundo mismo que cobra vida; color sonoro; piel musical que surge, desafía, y se hace jammin’, disco y legado. Así, ha llegado hasta nosotros, 50 años después, Bitches Brew, un álbum que es también una alfombra voladora.
Después de pergeñar obras maestras como Kind of Blue ( 1959 ) o Sketches of Spain ( 1960 ), Miles continuó experimentando como si su propia existencia fuera una droga permanentemente mutable y con efectos variables. Aunque el alcohol y la cocaína lo fueron convirtiendo en un ser misántropo, violento y hasta antipático, seguía siendo capaz de crear nuevos mundos al tomar su trompeta. Él fue uno de los responsables de que el paisaje sicodélico, explorado por el rock en aquellos días, ampliara aún más sus posibilidades musicales.
En 1968, Filles of Kilimanjaro había marcado el final del quinteto que integraba junto con Herbie Hancock y Ron Carter, que fueron reemplazados por Chick Corea y Dave Holland. Y, en 1969, lanzaba In a Silent Way, un disco en el que les insuflaba a sus composiciones un alma distinta, escrita en el aire sin titubeos. Ambos álbumes previos señalaron la ruta que tomaría Bitches Brew, un LP doble que tardó solo tres días en grabarse. Por supuesto, era imposible que Miles lo hiciera solo, aunque lo tuviera proyectado en su cabeza. Pudo concretarlo gracias a un dream team que no se limitó a la interpretación, sino que pulió el fino arte de convertir la improvisación en un equilibrismo delirante pero preciso: entre otros, el fallecido organista Larry Young; los bateristas Lenny White, Billy Cobham, Jack DeJohnette y Don Alias; Wayne Shorter y Bennie Maupin —saxo y clarinete—; además de los percusionistas Airto Moreira y Juma Santos; el contrabajista Dave Holland, el bajista Harvey Brooks; y tres nombres claves (John McLaughlin, Chick Corea y Joe Zawinul), que poco después fundarían, respectivamente, Mahavishnu Orchestra, Return to Forever y Weather Report, tres proyectos en los que cosecharían la semilla sembrada por Davis.
Llámalo rock si quieres
Entraron a grabar el 19 de agosto de 1969 y terminaron el 21, solo dos días después, en los estudios de Columbia Records, en Nueva York. A ratos, parecía que todo lo revolucionario hervía en una misma olla. Jazz, fusión, sicodelia, un desafío a la experimentación sonora. Todo eso sigue siendo Bitches Brew, aunque en su momento desconcertara a algunos puristas.
Musicalmente hablando, si Charlie Parker había sido el experto en ornitología, Miles era un zoólogo que estudiaba formas camaleónicas para nuevas melodías, sin encasillamiento de géneros. Esta fue una de ellas, gestada en su cabeza mientras oía discos de Muddy Waters, James Brown, Sly & The Family Stone o Jimi Hendrix —cuya amistad dejó una mutua influencia—. “Había vislumbrado la senda del futuro e iba a seguirla hasta la meta, como siempre. Lo haría por mí y por mi música. Tenía que cambiar el rumbo para seguir amando lo que tocaba”, confesó alguna vez.
“Fue un despliegue del proceso creativo, una composición viviente. Una fuga en la que todos irrumpíamos y volvíamos a salir de un salto”, contaría Miles en sus memorias, al tiempo que recordaría cómo todos los músicos “hervían de emoción” al acabar cada noche. Como productor, Teo Macero supo editar y combinar a la perfección horas de grabación ininterrumpida para lograr un conjunto uniforme y poderoso.
El primer año, Bitches Brew vendió más de 400 mil copias y llegaría a vender más de un millón. Gracias a este álbum, el jazz se salvó del declive, pues se abrieron sellos y clubes, músicos reconocidos regresaron de su exilio y los nuevos talentos fueron vistos con real curiosidad. El disco entero dura 93 minutos, lo mismo que algunos vuelos. Han pasado 50 años y este vuelo nos sigue elevando a nuevas epifanías.
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