Estamos viviendo cambios radicales en todos los ámbitos de nuestra experiencia y una vertiginosa proliferación de visiones distintas del mundo. Empezamos a reconocer y experimentar la inmensa pluralidad en nuestra propia naturaleza. Pero como seres humanos preferimos convivir con gente que piensa como nosotros. Le tememos a lo diferente y, por eso, nos refugiamos en lo semejante.
En el mundo globalizado e interconectado, se incrementa la pluralidad de opiniones y formas de vida; se exacerban, así, las tensiones y se reactivan los complejos colectivos. Si bien es cierto que comenzamos a reconocer al otro diferente, también empezamos a vivir el colapso de todos los paradigmas que nos han guiado hasta el presente. Así, al mismo tiempo que nos despiertan a la multiplicidad y la divergencia, estas nuevas circunstancias también generan la regresión a formas dogmáticas y rígidas que la pretenden blindar frente al caos y la confusión. No sorprende, entonces, que en una época de cambios tan radicales, observemos la
aparición de intentos totalitarios de contención que —intolerantes y agresivos— los rechazan violentamente.
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Frente a la prevalencia de lo diferente, crecen las ansiedades y temores que generan el fanatismo. Lo que estamos viviendo, entonces, no son confrontaciones ideológicas o choques culturales, sino síntomas de una ansiedad cultural comprensible en momentos de cambio. La mal llamada ‘ideología de género’, por ejemplo, no es sino un fantasma que pena sobre una cultura convulsionada por la emergencia del otro y lo diferente.
El fanatismo reduce la complejidad de la existencia en polaridades que simplifican la realidad: masculino y femenino, bueno y malo, positivo y negativo, blanco y negro, etc. Nuestra visión binaria de las cosas nos vuelve incapaces de ver los matices y los grados intermedios, que abundan y nos interpelan. Poseídos por una necesidad de contener todo dentro de una sola mirada, de controlar el polimorfismo creciente de nuestras sociedades, nos hacemos intolerantes, arrogándonos una posición omnisciente, que es tanto ilusoria como imposible.
–Defensa de las minorías–
Aunque es cierto que una sociedad en la que todos piensan igual es más cómoda que una sometida constantemente a la emergencia de nuevos fenómenos y creencias, el cambio y la divergencia siempre la obligan a cuestionar sus prejuicios y sus presupuestos y a adquirir así una comprensión más justa del mundo. Por eso es que la defensa de las minorías, sobre todo aquellas que han sido marginadas históricamente, constituye una agenda primordial para una sociedad que busca el progreso y la maduración en su juicio y su relación con las cosas.
Pero el prejuicio no es fácil de erradicar y nos acosa frecuentemente, incluso en nuestros propios intentos por reconocer lo diferente. Así, cuando un grupo de oficiales del Ejército, por ejemplo, viste delantales rosados, sumándose a la causa por la igualdad y el respeto de la mujer, ese gesto simbólico puede convertirse en un obstáculo y ser sometido al escarnio y la crítica, incluso por parte de aquellos que ansían los mismos cambios sociales. La identificación de la mujer con la cocina y el color rosa es un prejuicio que no solo distrae de la intención del gesto, sino que polariza a personas que, de otro modo, podrían haberse encontrado en el esfuerzo mutuo por un propósito mayor.
Para dar otro ejemplo: se organiza un panel para discutir la condición de una comunidad discriminada sin incluir a ningún miembro de ese grupo entre los panelistas. Inmediatamente se protesta en pro de la causa, y se acusa a los organizadores de racismo, de tal modo que se termina cancelando el evento. Se pierde así la oportunidad del diálogo. El fanatismo destruye, no construye; se salta el coloquio por la acusación; polariza y divide a personas que podrían todas aprender acerca de sus propios escrúpulos y luchar juntas contra ellos.
–La corrección política–
El propósito de la corrección política no es la revancha de las víctimas ni el vilipendio de los victimarios, sino la consecución de un nuevo pacto social, que nos comprometa a navegar juntos las aguas inciertas de la pluralidad, la riqueza y la complejidad del alma humana, que requieren de nosotros el valor para morir en el intento, antes que la fuerza para eliminar al otro. El political correctness es un arma para visibilizar a las poblaciones marginadas, es cierto, pero no se debe blandir en contra de quienes van disipando lentamente los prejuicios tanto conscientes como inconscientes a los que todos podemos ser implícitamente sujetos.
El fanatismo, efectivamente —como lo dice el analista junguiano Rafael López-Pedraza—, “le pone fin a la aventura de la psique”. Imposibilita al organismo complejo, que es una cultura en evolución, aprender a valorar la diferencia y crecer a partir de ella. El fanatismo nos hace incapaces de conversación y ciegos al otro, buscando simplemente imponer sus creencias como dogmas, en lugar de someterlas al examen público al que pertenecen y donde podrían dar a luz una nueva conciencia.
No es fácil, sin embargo, erradicar de una cultura prejuicios que la han acompañado desde siempre. Pero, como sociedad civilizada, ella debe luchar por erradicarlos no solo en los demás sino en uno mismo. Y el único camino efectivo es el de la unión, el diálogo y, por sobre todo, el reconocimiento humilde de la propia falibilidad.