Medio siglo después de su realización, el Festival de Woodstock persiste en el imaginario popular no solo como un festival de música, sino como el evento donde lo hippie se representó a sí mismo como una alternativa real al modo americano de vida. No es una exageración decir que ningún festival, ni antes ni después, logró representar a la contracultura juvenil como una verdadera opción frente a la sociedad de masas. La imagen de medio millón de jóvenes de pelo largo paseando semidesnudos por el campo, bajo la égida de las más grandes estrellas de rock de la época, era demasiado poderosa como para ser ignorada. Después del lanzamiento del álbum con las actuaciones que se hicieron en el evento y, especialmente, tras el estreno de la película que documentó el festival, miles de jóvenes alrededor del mundo se sintieron impactados y trataron de seguir el ejemplo. El Perú no fue la excepción. Entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, decenas de jóvenes de clase media dejaron la casa de sus padres para vivir en comunidad o migraron hacia la sierra para vivir, como reza el título del primer disco de El Polen, fuera de la ciudad. Sin Woodstock, todo esto habría sido difícil de imaginar.
Para entender el impacto cultural del Festival de Woodstock se debe tener en cuenta el contexto en que se realizó.
A fines de los años sesenta, la oposición entre el modo americano de vida —urbano, industrial, moderno— y las culturas e ideologías que se oponían a él por considerarlo alienante —beatniks, comunistas, cultores del folk estadounidense— había adquirido un nuevo matiz gracias al rock, que funcionaba como expresión de una nueva contracultura juvenil: lo hippie.
Por otro lado, la credibilidad del sistema estadounidense, encarnado en el presidente Richard Nixon, se encontraba mellada por su decisión de continuar con la guerra de Vietnam. En este escenario, Woodstock se convirtió en el evento donde estos jóvenes y su música se presentaron frente al mundo de un modo tangible, masivo e icónico.
—Armando el escenario—
Es paradójico, pero Woodstock, el festival que acabó representando de modo definitivo la contracultura de los años sesenta, fue el resultado de una iniciativa empresarial. Michael Lang, Artie Kornfeld, Joel Rosenman y John P. Roberts fueron las cuatro mentes que idearon un concierto al aire libre con músicos que vivían en la comunidad rural de Woodstock, ubicada al sur del estado de Nueva York. La idea era tener en el cartel a su residente más famoso, Bob Dylan, pero la renuencia del bardo de Hibbing los obligó a ampliar su espectro para sumar a músicos de todo Estados Unidos e incluso de Inglaterra.
El festival terminó realizándose en una granja de 240 hectáreas, propiedad de Max Yasgur, y su cartel incluyó a las más importantes estrellas de folk y rock de la época: Richie Havens, Joan Baez, Grateful Dead, Creedence Clearwater Revival, Janis Joplin, The Who, Jefferson Airplane, The Band, Jimi Hendrix, entre otros. Muchos declinaron la oferta —Led Zeppelin, The Doors, The Byrds, The Rolling Stones, Joni Mitchell, Simon & Garfunkel— y luego lo lamentaron con creces. Con todo, la combinación de cantantes de folk con bandas de rock es ilustrativa de la conexión entre estos dos géneros musicales, cuya retroalimentación fue esencial para el desarrollo de la música popular y la contracultura juvenil.
El folk fue construido como opuesto a la sociedad de masas: si esta era urbana, el folk era rural; si esta era industrial, el folk era agrícola; si esta era individualista, el folk expresaba a la comunidad. Aunque fuese el resultado de una iniciativa empresarial y se consumiese como parte de la industria discográfica, el hecho de que Woodstock se realizara en una granja de una localidad rural, donde los asistentes podían deambular semidesnudos con sus familias, rodeados por la naturaleza, establecía un vínculo directo con los ideales de la música folk.
La relación entre el folk y el rock es menos evidente, pero no menos poderosa. Ambas se representan a sí mismas como prácticas musicales independientes de las demandas del mercado y, por ende, de la sociedad de masas. La cultura del rock —a diferencia de la cultura folk— no se apoyaba en una tradición preindustrial para validarse, pero asumía que, si lograba cautivar a un público masivo, no era porque fuese complaciente, sino por mérito de su propia calidad artística.
El éxito masivo alcanzado por los Beatles con sus discos más ambiciosos —Revolver, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band— era prueba de ello. Esta combinación de logro artístico y éxito comercial animó a toda una generación de músicos de rock a confiar en que la búsqueda libre y auténtica de los propios ideales artísticos podía cambiar la industria discográfica. Más aún, si esta música era asociada con una juventud que, como la cultura de la música folk, apostaba por una vida alternativa al modo americano —ya sea por el amor libre, el consumo de drogas o por un renovado orientalismo— entonces, ¿por qué no pensar que el rock podía cambiar el mundo?
—Acústico y eléctrico—
Establecido el vínculo entre el folk y el rock, Woodstock supo escenificar esta relación en su cartel de bandas y cantantes. Durante los tres días que duró el festival el escenario fue tomado por trovadores acústicos como Richie Havens —quien interpretó una canción llamada “Freedom” (“Libertad”)— y Joan Baez —quien aprovechó su actuación para denunciar el arresto de su esposo, David Harris, por negarse a participar en la guerra de Vietnam—, pero también por rockeros, definitivamente, eléctricos como Santana —cuya actuación se asemeja a un ritual— y Jefferson Airplane, quienes interpretaron una canción, “Volunteers”, explícitamente en contra la guerra de Vietnam.
Pero quizá no haya en todo Woodstock una actuación más simbólica que la de Jimi Hendrix. El genial guitarrista afroamericano fue el encargado de cerrar el festival a las 9 de la mañana del lunes 18 de agosto, cuando solo quedaban 200.000 asistentes. El clímax de su actuación fue una versión del himno de Estados Unidos, en la que, a través de su manejo de la guitarra eléctrica, los micrófonos, los parlantes y los pedales de efectos, desarmó y reconstruyó el emblema estadounidense como una melodía disonante en la que se oían explosiones eléctricas mientras gesticulaba como si estuviera llegando al orgasmo.
La presentación de Hendrix —el artista mejor pagado de todo el festival— funcionó como cierre y síntesis de las culturas que fundaron Woodstock: en ella convergieron la libertad artística, la oposición al sistema y la reconstrucción de una nación a la medida de la contracultura juvenil.
Medio siglo después, la actuación aún conserva la frescura y la potencia con la que fue recibida en su momento, aunque el rock, la juventud y el mundo en general ya sean otros, y la posibilidad de un nuevo Woodstock sea bastante lejana.
—Después de Woodstock—
Woodstock fue el punto de partida para muchos otros eventos similares, pero hacia mediados de los años setenta, con la contracultura ya disuelta o absorbida por el mercado, los festivales se convirtieron en eventos para dar rienda suelta al hedonismo y ganar dinero. En 1994 y 1999 se realizaron nuevos festivales de Woodstock, pero no fueron más que sombras del original. La idea de realizar una nueva edición para celebrar su quincuagésimo aniversario no tardó en venirse abajo, lo que dejó a empresarios y artistas con la miel en los labios.
Algo que podría llamar la atención de los nostálgicos de Woodstock es el hecho de que este aniversario llegue en una época en la que el futuro de la música parece estar poblado por muertos vivientes en la forma de hologramas de artistas ya fallecidos [ver recuadro]. La aparición de Tupac Shakur en la edición 2012 del Festival Coachella abrió la puerta para el anuncio de futuras apariciones de Whitney Houston y Amy Winehouse.
Si bien el público tiene derecho a pagar por lo que quiera ver y consumir, no deja de resultar extraño que Jimi Hendrix o Janis Joplin puedan aparecer en una futura reedición del festival. Llegado el caso, preguntas como ¿qué estaría tocando Jimi Hendrix si siguiera vivo? se volverían irrelevantes.
Nos veríamos frente a recreaciones virtuales en las que los músicos repetirían sus logros del pasado como ruinas puestas en vitrina para el consumo de turistas de la cultura pop.
Mejor sería dejarlos descansar y dejar que sus innovaciones perduren en el contexto en el que fueron realizadas. Recrear su presencia en la actualidad sería trivializarlos y abandonarlos en una época que ya no les corresponde.
—Divos en holograma—
En el siglo XXI, hemos sido testigos de cómo la tecnología ha ingresado con fuerza a los conciertos musicales. Podemos comprar las entradas online, hacer transmisiones en vivo por redes sociales e, incluso, se han transformado las estrategias de marketing dirigidas hacia los usuarios de plataformas de streaming como YouTube. La cantante estadounidense Taylor Swift y el grupo Coldplay sorprendieron a los asistentes a sus conciertos con pulseras que se encendían en momentos especiales del espectáculo, creando efectos impresionantes para el público.
La banda virtual Gorillaz, creada en 1998, es el referente del siglo XX que nos hizo cambiar el concepto de grupo musical, pues sus miembros eran personajes que se proyectaban en grandes pantallas durante los conciertos. Desde este hito, los humanos de carne y hueso se hacen cada vez menos necesarios, pues ahora los hits musicales los hacen los hologramas.
Hatsune Miku debe ser actualmente una de las expresiones musicales contemporáneas más desconcertantes. Se trata de una joven de 16 años que mide 1,58 m y pesa 42 kilos. Da conciertos y sus miles de seguidores corean sus letras, no solo en Japón, también en Francia y otros países europeos. Ha sido telonera de artistas como Lady Gaga o Pharrell Williams. Tiene una historia como cualquier persona de carne y hueso, excepto que no lo es, es el holograma más querido de Japón, una estrella del J-pop (Japan pop). Su voz fue fabricada por un software de la empresa japonesa Crypton Future Media. La artista usa la tecnología llamada “vocaloid” (vocal y androide). Y como ella existen otras personalidades holográficas que pueden generar millones de dólares para la industria musical.
Las empresas musicales no solo tienen la posibilidad de crear nuevos artistas en holograma, sino que pueden traerlos de la muerte. Esta tecnología ha permitido ‘revivir’ a la soprano María Callas (fallecida en 1977 ) con la gira The Hologram Tour; se ha presentado en Estados Unidos, México, Argentina y Europa.
El rey del pop, Michael Jackson, y el salsero Héctor Lavoe también fueron recreados como hologramas para cumplir el sueño de sus fanáticos de volverlos a ver y cantar con ellos.
El divo de Juárez, Juan Gabriel, también volvió a los escenarios en una actuación hologramática, cantando con Juanes, Natalia Lafourcade, Andrea Bocelli, entre otros artistas. El público se sorprendió al verlo en el escenario vestido de blanco entonando sus clásicos.
¿Qué le espera al futuro de los conciertos? Aunque cada vez más sorprendentes, no cabe duda de que los espectáculos musicales serán más interactivos y quizá, en algún momento, acudir a los conciertos no sea necesario y estos se transporten como hologramas a nuestros hogares. [Nota de Redacción]