Por: Pedro Cornejo
Consumo luego existo
Se acercan las fiestas de fin de año y, con ellas, la sociedad de consumo lleva al paroxismo su dinámica competitiva y profundamente hedonista. Todos sienten que han dejado la piel trabajando y merecen ‘ser felices’ aunque solo sea por unos días. Y nada mejor que salir de compras para satisfacer nuestros deseos, soñar, distraernos, oxigenar nuestro presente y aligerar la existencia.
Como señala, audazmente, Gilles Lipovetsky, “yo demuestro, al menos parcialmente, que existo, como individuo, por lo que compro, por los objetos que pueblan mi universo personal [...] ¿Y con qué autoridad podría alguien cuestionar este legítimo y universal ‘derecho a la felicidad’, este anhelo de bienestar material, confort psíquico, armonía interior y plenitud subjetiva?”.
Las pequeñas ilusiones
Por ello, dice Boris Cyrulnik que “la felicidad solo pasó a ser terrenal cuando la Revolución francesa hizo de ella un programa político”; es decir, cuando la felicidad se convirtió en un “derecho de todos”. En este proceso, la felicidad dejó de ser sinónimo de serenidad interior para relacionarse con la efervescente vida social y el ejercicio de las prerrogativas que el nuevo régimen les abría.
La sociedad contemporánea enfatiza esta tendencia y nos induce a creer que la felicidad está a la vuelta de la esquina, en un centro comercial. No obstante, la tristeza, la tensión, la depresión y la ansiedad se apoderan de individuos de todas las edades. Las incitaciones al hedonismo están por todas partes; sin embargo, las inquietudes, las decepciones, las inseguridades sociales y personales aumentan. ¿Será que detrás del espejismo de un bienestar material y efímero se esconden unas fauces de metal que no hacen otra cosa que triturar toda posibilidad de realización individual y colectiva?
Los avatares de ser feliz
Hasta donde sabemos, la noción occidental de felicidad surge en la Grecia antigua en las obras de Hesíodo y Herodoto, quienes emplean el término eudaimonía —del que proviene el latín felicitas y luego el español felicidad— para referirse a la ‘buena fortuna’, entendida como una suerte de favor divino que, sin embargo, acompañaba al hombre ‘afortunado’ durante un tiempo indeterminado e impredecible.
De ahí que ‘creerse feliz’ en pleno itinerario vital fuese no solo prematuro —pues cualquier desgracia podía abatirse, en el momento menos pensado, sobre la persona y terminar con su ‘felicidad’—, sino altamente peligroso porque se consideraba un acto de soberbia, de orgullo excesivo, de hybris, que sería castigado por los dioses. Había, pues, una altísima dosis de azar, fortuna, destino, en la felicidad, tal y como la concebían los griegos de la antigüedad.
En tal sentido, Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, define la felicidad como el fin supremo de la vida humana —sinónimo de plenitud y excelencia—; pero, ante todo, como “una actividad del alma de acuerdo con la virtud” a lo largo de una vida entera. Es tarea del hombre alcanzar esta eudaimonía, pero no conviene perder de vista el papel que juegan los bienes exteriores, la buena suerte o los dioses, es decir, todo aquello que está fuera del control de los hombres.
¿Premio consuelo?
A pesar de las admoniciones sobre la felicidad de filósofos como Kant, quien consideraba quimérica su búsqueda, y Hegel, quien sostuvo que “la historia no es la tierra en la que la felicidad crece”, esta sigue siendo un ideal que, independientemente de los contenidos que le atribuyamos, no puede prescindir de esos placeres momentáneos y ciertamente ilusorios que, sin embargo, colorean nuestra vida haciéndola más llevadera.
Tal vez tenga razón Stuart Walton cuando define la felicidad como “un estado intermitente que profundiza la textura de la vida presente” y que, cuando la experimentamos, nos permite vencer, aunque sea por un momento, las sensaciones de tedio e impotencia, que definen la mayor parte de la vida humana.