[Foto: Getty Images]
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Jaime Bedoya

Tengo la curiosa fortuna de haberle estrechado la mano a los dos artistas más importantes del habla hispana en estos momentos: Luis Fonsi y Daddy Yankee. Cual mal fan, desde entonces me he lavado la diestra en innumerables ocasiones.

Con la autoridad moral de haberlos tenido cara a cara y sostenido la mano con la que entregan su obra al mundo, puedo decir sin compromiso alguno, que su canción “Despacito” es un adefesio perfecto. Lo cual es un insulto con atenuantes.

A Fonsi lo intercepté una noche extremadamente alcoholizada en Bogotá, en circunstancias de un evento que sucedía en un Andrés, Carne de Res de la ciudad. Ese restaurante es una perdición de cuatro pisos. Estos se llaman, para evitar explicaciones, Infierno, Tierra, Purgatorio y Cielo. En alguno de esos pisos encontré a Fonsi con muletas. El entonces baladista tenía una pierna enyesada.

Debo confesar sin falso pudor que en esos momentos, coincidiendo con la vena romántica de Fonsi, era ya un agradecido usuario de su tema “No me doy por vencido”, que habría probado tener resultados concretos en las lides del amor no correspondido. Se lo agradecí, como corresponde entre caballeros afines a lo romántico. Allanado el camino por aquella gratitud musical es que, poniéndole una mano en el hombro, le dije: “Luis, ¿qué te pasó en la pierna?”. “Jugando fútbol, hermano”, respondió con excedida confianza hacia un desconocido.

Para qué dijo fútbol. O mejor dicho, para qué tomo. Empecé una diatriba en contra del balompié colombiano, increpándole cómo ellos —desde la migración de César Cueto a las tierras de la cumbia— habían mamado y usurpado el no tan inimitable toque peruano. Lo curioso es que mi alegato solo parecía generarle creciente carcajada a Luis Alfonso Rodríguez López (así se llama Fonsi), que sobre sus muletas se balanceaba de la risa.

—¿Te parece gracioso que ustedes se hayan apropiado de nuestra idiosincrasia nacional sobre el gramado? ¡Eso es inmoral! —le imputaba.
—Es que yo soy puertorriqueño —respondió Fonsi, desviando el tema.

El encuentro con Daddy Yankee fue más expeditivo. Aconteció en el gimnasio del hotel Sheraton de El Salvador, cuando la megaestrella del reggaetón usó el mismo como salida de escape para evadir a sus seguidores. No tenía idea de quién era, pero él alargó la mano a su paso. Ateniendo a las buenas maneras la recibí, para darme cuenta —gracias a la convincente mirada de su guardaespaldas— que en realidad lo que hacía Ramón Luis Ayala (así se llama DY), era abrirse paso entre desconocidos sudorosos. Me soltó la mano con asco. Desde entonces no hemos retomado el contacto.

Hecha la anterior divulgación, pasemos a la materia que nos ocupa: “Despacito” acaba de merecer un disco de plutonio por superar las cuatro mil millones de reproducciones en línea. Esta viralidad se debe a la astuta combinación de ritmos musicales del tema en cuestión: compás de cumbia, melodía de balada, contrapunto de reggaetón. Es como si a un adicto se le ofreciera un coctel de sus drogas favoritas.

Adosada a esta estrategia musical hay que sumarle la persuasiva letra escrita al alimón entre Fonsi y la panameña Erika Ender, lírica que navega traviesamente lo sensual. Solo las metáforas peneanas de Ayala (Daddy Yankee) llevan intermitentemente la canción al abismo de lo vulgar, aunque sin dejar de hacer del tema uno apto para todos en tiempos en que una coreografía de perreo tranquilamente ameniza una velada de nido por el Día del Padre.

Para no dilatar el tema y decirlo en tres palabras, dejemos establecido que la canción es una buena mierda. Pero de las pegajosas y tarareables. Hay que estar sicológicamente preparados para convivir con ella durante un par de meses más.

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