Si debemos aprender una lección histórica, esta sería que los enfrentamientos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo en el Perú nunca terminaron bien. O, dicho de otra manera, no fueron el presagio de tiempos mejores. En la coyuntura actual, la crisis se ha adormecido con un indulto que ha dividido al país y ha generado más enfrentamientos que reconciliaciones, pero en el pasado las cosas se resolvieron de otra manera: los golpes militares o, peor aun, los magnicidios fueron la respuesta a esas coyunturas difíciles, a esos no pocos momentos en que la política peruana se convulsionó hasta límites insostenibles.
Golpe a la primera amenaza populista
Fue en 1912 cuando los peruanos vieron el primer enfrentamiento entre el poder Ejecutivo y el Legislativo. Eran los tiempos de la supuestamente apacible República Aristocrática. El Partido Civil había escogido como candidato a la presidencia, para suceder a Augusto B. Leguía, al terrateniente Ántero Aspíllaga. Su postulación, sin embargo, naufragó por la presión de la calle, escenario de huelgas y movilizaciones por el alza de los alimentos y artículos de primera necesidad.
Quien capitalizó el descontento fue Guillermo Billinghurst, viejo salitrero, expierolista y miembro del Partido Demócrata, que sintonizó su discurso con la frustración popular. Prometió una reforma electoral para “deselitizar” el gobierno, ampliar los derechos laborales y fijar el precio del pan en cinco centavos (fue apodado por ello Pan Grande). Estaba claro que el objetivo de Billinghurst era bloquear la candidatura de Aspíllaga, arrinconar a los civilistas y elevar la tensión al máximo. Su ímpetu populista surtió efecto al convocar un paro general el mismo día de las elecciones. El Congreso acusó el miedo y se vio obligado a nombrarlo presidente.
Ya en el gobierno, Billinghurst empezó a implementar un paquete de reformas laborales que incluían la negociación colectiva, el derecho a la huelga y, lo más importante, la jornada laboral de ocho horas diarias. Esto originó que en el Congreso se armara una alianza entre civilistas, liberales y constitucionalistas (estos últimos del partido del general Cáceres) para obstruir este inaceptable “progresismo”. La respuesta de Billinghurst fue gobernar por decreto, dejando a un lado al Congreso, siguiendo la presión de la plebe limeña. No faltaron las amenazas de disolver el Congreso y nombrar otro al margen de la Constitución. La reacción de los parlamentarios también fue furibunda. El diputado Augusto Durand, del Partido Liberal, redactó un acta solicitando la vacancia de la presidencia “por razones políticas, morales y constitucionales”.
Tal clima de crispación se resolvió con un golpe de Estado en 1914, alentado por la oposición, lo que le permitió al coronel Óscar R. Benavides —vencedor de La Pedrera (una escaramuza frente a tropas colombianas en 1911)— llegar a Palacio de Gobierno. Después de casi 20 años de gobiernos civiles, la emergencia hacía instalar otra vez a un militar en el sillón de Pizarro. Benavides reunió una convención de partidos que escogió a José Pardo y Barreda, líder de los civilistas, como candidato de consenso. Su triunfo estaba asegurado, y gobernó de 1915 a 1919.
Pardo, sin embargo, solo pudo ser testigo del ocaso del proyecto oligárquico representado por el Partido Civil, agotado por las consecuencias de la Primera Guerra Mundial que afectaron los precios de nuestras exportaciones. El costo de vida se había duplicado y los salarios estaban estancados, y nuevos sectores sociales, como la clase media, los estudiantes universitarios y, por supuesto, los obreros, reclamaban un Estado menos excluyente. El hombre que abrió el camino a un nuevo populismo, durante los 11 años de la “Patria Nueva”, fue Leguía, quien precisamente había ayudado a encumbrar a Pan Grande en 1912.
Años de barbarie
Luego de la crisis mundial desatada en 1929 y la caída de Leguía al año siguiente, los años treinta fueron testigos de un ambiente muy violento, casi al borde de una guerra civil. El panorama había cambiado, con la participación del APRA en la vida política y el encumbramiento del general Luis M. Sánchez Cerro, quien derrocó a Leguía. La disputa por el poder se polarizó entre Haya de la Torre y quien hizo caer el edificio leguiista. Las elecciones de 1931 fueron el escenario de una lucha agónica entre estos caudillos, ambos populistas a su manera. Mientras uno ofrecía la revolución antiimperialista, el reparto de la tierra y el capitalismo de Estado; el otro, desde una óptica nacionalista, atacaba al comunismo y defendía valores tradicionales como la propiedad privada, la familia y el catolicismo. La antigua oligarquía cerró filas con Sánchez Cerro.
Fueron los resultados de las elecciones lo que desató la furia, pues el APRA no aceptó la derrota de Haya y denunció fraude (algo que nunca ocurrió). El líder aprista recibió 106.088 votos frente a los 152.149 de su contrincante. El hecho de no reconocer la legitimidad del nuevo presidente llevó la tensión al máximo y el primer escenario de la batalla fue el Congreso, especialmente la Cámara de Diputados. El partido de Sánchez Cerro, la Unión Revolucionaria, tenía 64 diputados, lejos de alcanzar la mayoría absoluta; los apristas, 23, y los 58 escaños restantes estaban divididos en varias agrupaciones políticas.
La bancada aprista inició una cerrada oposición, que desde el inicio encontró una reacción firme de las demás agrupaciones por respetar los resultados electorales. Otro de los debates fue discutir posibles soluciones para combatir la feroz crisis desatada por el crack de 1929: las exportaciones habían caído más del 50 %, los empleados casi no cobraban y muchas familias habían perdido sus trabajos e ingresos. En esta línea, las iniciativas impulsadas por el APRA para ayudar a los sectores más afectados por el vendaval de la depresión fueron sistemáticamente rechazadas por la mayoría oficialista. La beligerancia aumentaba y los rumores de conspiraciones e intentos de asesinato no se hicieron esperar. El Ejecutivo reaccionó suspendiendo las libertades constitucionales.
Bajo este ambiente, muy envenenado, se inició la persecución del APRA: se cerraron sus locales, se clausuró su periódico, La Tribuna, y, el 18 de febrero de 1932, fueron desaforados y deportados sus parlamentarios. Otros líderes del “Partido del Pueblo” fueron también perseguidos (algunos tomaron el camino de la clandestinidad) y Haya de la Torre fue recluido en la isla de El Frontón. Lo que vino después fue una virtual guerra civil, con el fallido atentado contra la vida del presidente en la iglesia Matriz de Miraflores, la Revolución de Trujillo y el asesinato de Sánchez Cerro en el antiguo hipódromo de Santa Beatriz.
El combustible de este encono que se “calmó”, parcialmente, con aquel magnicidio estuvo compuesto por varios factores: las dos visiones de país, los dos caudillos que se disputaban el favor de las masas, la reacción de los grupos conservadores ante la amenaza “comunista” del APRA y una denuncia de fraude electoral, y como telón de fondo la más grave debacle económica que vivieron los peruanos desde el desastre de la Guerra con Chile. Los móviles del asesinato de Sánchez Cerro aún están por aclararse, pues su presencia de en el poder incomodaba a varios sectores, no solo al APRA.
Una primavera democrática fulminada
En 1945, en un clima de expectación por una real transición democrática (quizá por primera vez en nuestra historia republicana), asumió la presidencia el doctor José Luis Bustamante y Rivero. El problema fue que el nuevo mandatario había ganado las elecciones liderando no un partido, sino una alianza electoral muy frágil, una coalición salpicada de buenas intenciones llamada Frente Democrático Nacional (FDN), integrada por apristas, comunistas y algunas personalidades independientes con credenciales democráticas. Si bien el nuevo gobierno tenía mayoría parlamentaria, cada grupo que integraba el FDN llegó con su propia agenda: el APRA, por ejemplo, rechazó integrar el primer gabinete y escogió el papel de observador. En el fondo, estaba dispuesto a apoyar al Ejecutivo si es que aceptaba todas sus propuestas. Ese fue el origen del impasse. En otras palabras: Haya tomaba las decisiones y Bustamante las implementaba.
Esto trajo una dura tensión entre ambos poderes. Mientras el APRA impulsaba sus propios proyectos desde el Congreso, Bustamante los acusó de sabotear la figura presidencial. De esta manera, el primer gabinete, presidido por Rafael Belaúnde Diez Canseco, renunció a los seis meses. En estas circunstancias se dio la oportunidad de intentar formar un gabinete conversado, con la participación de ministros apristas. El APRA aceptó tres carteras claves: Hacienda, Fomento y Agricultura. Ilusamente, Bustamante pensó que, bajo esta nueva figura, el APRA empezaría a colaborar con el Ejecutivo.
El APRA continuó con sus propias iniciativas desde el Congreso, y usó los tres ministerios como feudos propios. A nivel general, proponía implantar algunos puntos de su plan mínimo de 1930, como incorporar el voto de los analfabetos, realizar una reforma agraria y aplicar un régimen de control del capital extranjero; coyunturalmente, exigía medidas de tipo populista para mejorar la situación de los grupos sociales más afectados, como el aumento de sueldos y un programa de subsidios a los artículos de primera necesidad. El Ejecutivo solo aceptó implantar el control de cambios, las licencias de importación y subsidiar la canasta familiar, un claro apoyo al ministro aprista de Hacienda. El resultado es que la inflación se disparó y el APRA, responsable de las medidas, culpó a Bustamante, dejándolo sin apoyo político. Esto sin mencionar el reparto arbitrario de alimentos, implementado por el Ministerio de Agricultura, y que generó largas colas y acusaciones de favorecer a los militantes apristas.
Hacia 1948, la situación era insostenible y el presidente actuaba casi en solitario, pues la oligarquía exportadora, a su vez, conspiraba al verse afectada por el control de cambios y constatar que Bustamante no podía controlar a las huestes de Haya. En su discurso del 29 de febrero de aquel año, Bustamante condenó al APRA por su proceder. El Congreso, por su lado, entró en receso, pues el Senado dejó de funcionar por falta de cuórum (los independientes no acudieron a las sesiones). Según la Constitución vigente, la de 1933, ambas cámaras debían reunirse en simultáneo; de lo contrario, procedía el receso. Bustamante contempló convocar una Asamblea Constituyente.
Un golpe militar “solucionó” la crisis, encabezado esta vez por el general Manuel A. Odría, quien gobernó con mano dura los siguientes ocho años. Lo que debió ser un periodo de transición democrática, solo demostró la incapacidad, por conveniencias y cálculos subalternos, de los actores políticos de llegar a consensos mínimos, sacrificando (y maltratando) a una figura intachable como Bustamante, futuro presidente de la Corte Internacional de La Haya.
Reformismo frustrado
El arquitecto Fernando Belaúnde tomó el poder en 1963 luego de dos procesos electorales polémicos y agotadores, incluyendo el del año anterior, anulado por denuncia de fraude, y que evidenció un claro veto por parte de las Fuerzas Armadas ante la posible llegada del APRA al poder. El segundo proceso, convocado por una Junta Militar, dio por ganador al candidato de Acción Popular, que pudo vencer a Haya gracias, en parte, a una alianza con la Democracia Cristiana. El exdictador Odría obtuvo el tercer puesto en ambas elecciones. Otra vez el “Partido del Pueblo” veía frustradas sus expectativas de ser gobierno.
Belaúnde era la esperanza de reforma, quizá la última oportunidad de los civiles en democracia. Dos temas pendientes, urgentes de afrontar, eran la aplicación de la reforma agraria y solucionar el conflicto con la empresa estadounidense IPC por los yacimientos petrolíferos de La Brea y Pariñas.
Un Congreso intransigente y opositor fue el principal escollo de Belaúnde para cumplir sus objetivos. El partido de Haya se alió con el odriismo para formar mayoría parlamentaria (la coalición APRA-UNO) y entorpeció todo intento de reforma. Bajo el reclamo altanero de “primer poder del Estado”, arenga de inspiración aprista, la coalición mayoritaria le restaba importancia a Belaúnde, como años antes a Bustamante. La Cámara de Diputados, por su lado, se dedicó a interpelar y censurar ministros. De 1963 a 1968 fueron censurados un presidente del Consejo de Ministros (Óscar Trelles), tres ministros de Educación (Francisco Miró Quesada, José Navarro Grau y Carlos Cueto Fernandini), dos de Gobierno (Javier Alva Orlandini y Luis Loayza), uno de Justicia (Valentín Paniagua), uno de Fomento (Carlos Pestana) y uno de Agricultura (Víctor Ganoza). Ante censuras consumadas o amenazas de censura, Belaúnde gobernó con siete gabinetes y 86 ministros.
Como si esto fuera poco, el Congreso desvirtuó la Ley de Reforma Agraria y dilató el arreglo con la IPC. Era claro el cálculo del APRA: ser gobierno en 1969 y reservarse el mérito de hacer las reformas. Esto nunca sucedió, pues las Fuerzas Armadas se adelantaron con el golpe de Estado del 3 de octubre de 1968, y los militares se encargarían de aplicar gran parte del ideario aprista.
Golpe de fin de siglo
En 1990 el ingeniero Alberto Fujimori se vio inesperadamente en el poder. No lo había buscado, solo quería ser senador. Carecía de partido político, pero tenía al país a su merced, agobiado por la crisis económica, el terrorismo, la corrupción y el descrédito de la clase política.
Si bien Fujimori no tenía el control del Congreso, la bancada del Fredemo, que era la primera mayoría, lo apoyó para que aplicara su programa de estabilización (el “fujishock”). El Congreso también facultó al Ejecutivo para legislar la liberalización de la economía y combatir el terrorismo. Hubo importantes acuerdos: en lo medular, no había conflicto entre ambos poderes. Pero la promulgación de una ley de control parlamentario sobre los actos normativos del presidente, calificada de inconstitucional por algunos juristas y observada por el Ejecutivo, pero puesta en vigencia por ambas cámaras del Congreso, encendió, acaso, la chispa de la ruptura. Fujimori y un sector de las Fuerzas Armadas se preguntaron cómo se podía combatir el terrorismo (y el narcotráfico) con esa espada de Damocles. Otro factor de sospecha para el Ejecutivo era el recién creado Tribunal de Garantías Constitucionales, que observó una norma de promoción del empleo.
La decisión fue destruir el orden institucional; cuando Fujimori disolvió el Congreso, lo acusó de dejarlo con las “manos atadas” y no poder avanzar con sus reformas. Un oscuro plan militar estaba detrás de este golpe a la frágil democracia peruana.
Las circunstancias que rodearon al mal llamado “autogolpe” —porque el Ejecutivo continuó en funciones— todavía dividen a los peruanos. A la luz de los acontecimientos posteriores, es cada vez más evidente que, para derrotar al terrorismo o liberalizar la economía, no era necesario un golpe de Estado ni cambiar la Constitución. Más evidente aun es que este atentado contra la legalidad tampoco sirvió para combatir la corrupción ni reformar el Poder Judicial, como se anunció aquel 5 de abril de 1992.
*Artículo publicado originalmente en agosto de 2018
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