Mi abuelo dejó de creer en Dios cuando leyó a Schopenhauer. Pero sí tiene una religión. “La religión del asombro”, dice. “Todo es asombroso. ¿No te parece?”.
Horas antes, en la mesa, después del almuerzo, pidió perdón a la audiencia que lo rodeaba: “Los quiero mucho, pero este niño debe descansar. Con su permiso”.
Tiene 100 años, pero asegura que es un niño de nueve. En su habitación lo esperan un televisor encendido y un cómodo sillón reclinable. A este niño de nueve años que es mi abuelo le pregunto por la felicidad. “La felicidad es sentirse satisfecho con la vida. Yo, con mi esposa, por ejemplo. Aún recuerdo verla salir de la calle Washington con una falda azul”. El amor, en su caso, fue una presencia metafísica que invadió su cuerpo. La más grande desilusión, como tenía que ser, siguió un razonamiento inverso: “¿Lo peor? Que te engañen en el amor. Los franceses llaman coquille al hombre traicionado. ¿Sabes qué es? El pajarito que empolla los huevos de otro”.
Reímos. Hablamos de Arguedas, de quien mi abuelo era íntimo. Lo recordó con un poema que le dedicó en quechua.
¿Cómo definirías al Perú?, le pregunto.
“Un país muy complicado. Corrupto pero con grandes héroes como Grau y Bolognesi”. Aunque siempre le repelió la política, tuvo que consentir entrar a ella porque mi abuela, consciente del bien que les haría a los maestros, le dijo a Racso —su padre— que Belaunde lo quería como ministro de Educación. “Mi padre me dijo: ‘¿Por qué no practicas lo que predicas?’, y tuve que aceptar maldiciendo mi destino, pero ahí comprobé que nadie dio tanto como Belaunde por la educación”.
Cuando el APRA lo censuró, atribuyéndole una supuesta filtración comunista en los textos escolares —tremenda falacia—, los maestros lo sacaron del Congreso cargado en hombros. Mismo héroe.
—¿Cuándo se jodió el Perú, papapa? “Fujimori fregó al Perú. Mira todas las canalladas que hacía. ¡Cómo robaba! No entiendo cómo hay tanto fujimorismo”.
—¿Por qué hemos perdido la capacidad de indignarnos? “No me explico. Creo que el haber sido colonia influye. Todos los virreyes robaban como bestias. Solo hubo un caso en que no se robó”.
Y, cómo no, hablamos del feminismo. “El feminismo es estupendo. Las mujeres son iguales en inteligencia y en todo, pero, desgraciadamente, el machismo tiene mucha fuerza; como es animal, se impone a la fuerza”. Cuenta orgulloso que su padre defendió, en su momento, la moda garçon (‘muchacho’ en francés), estilo que reivindicó los derechos de la mujer de los años veinte en Francia. Quiere ahora hablarme del autor feminista que escribió La sumisión de la mujer, pero no recuerda su nombre. John Stuart Mill, le digo, y agrego que, en realidad, lo escribió Harriet Taylor, su esposa.
—¡Bravo! —reímos.
¿No dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer? Con él, fue mi abuela. Hoy ellas van por delante. Con la mirada inocente de siempre, me asegura que así será.