Por: Pedro Cornejo
Orígenes y bemoles
Los derechos de autor surgen en Occidente de la conjugación de dos derechos fundamentales del ser humano. 1) El derecho a la libertad de expresión, es decir, a manifestar nuestras ideas de manera pública, e involucra la libertad creativa de quienes buscan plasmar sus ideas a través de la investigación o el arte. 2) El derecho a la propiedad, entendiéndola en un sentido amplio, que no se limita exclusivamente a la tierra, sino que incluye todo aquello que puede pertenecerle a una persona: desde bienes materiales hasta aquellos productos —tangibles o intangibles— que son fruto de su esfuerzo intelectual (ideas, creaciones artísticas, invenciones, etc.) y que constituyen su ‘propiedad intelectual’. Los derechos de autor constituyen la extensión de ambos derechos fundamentales y las leyes que los protegen han sido concebidas para evitar que cualquier persona se apropie indebidamente —a través de la copia— de la propiedad intelectual de otra.
Ahora bien, hay que distinguir entre el creador de una idea y el ‘propietario intelectual’ de la misma. Esto quiere decir que una ‘obra del espíritu’ solo adquiere el estatuto de ‘propiedad intelectual’ si reúne dos requisitos: que se presente en forma material o física, es decir, en texto, en una grabación sonora, en una pintura, en una escultura, etc., pues, en efecto, no existe protección —ni derechos de autor— para las ideas, sino para la expresión material de estas. En otras palabras, solo pueden ser protegidas aquellas creaciones fijadas en un soporte material. Lo cual nos lleva al segundo requisito: solo pueden ser registradas aquellas obras que son ‘originales’, no en el sentido de que sean innovaciones absolutas, sino en la medida en que no sean copias de otras creaciones previamente registradas.
La necesidad de proteger las creaciones intelectuales surgió en el siglo XV con la invención de la imprenta que permitió la producción en serie de las obras literarias. Fue en ese momento que los editores reclamaron protección y garantías para que las obras en las que habían invertido (pagando a sus autores la retribución económica correspondiente, además de asumir los gastos de impresión) no fuesen reproducidas sin autorización. Posteriormente, el concepto de derecho de autor se extendió hasta cubrir cualquier producción intelectual original (científica, artística, etc.) y que fuera susceptible de ser divulgada por cualquier medio. De ese modo, el Derecho de Autor se convirtió en un derecho universal reconocido en el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Organización de las Naciones Unidas en 1948: “Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas literarias y artísticas de las cuales es autor”. En consecuencia, la reproducción y distribución de una obra publicada por cualquiera de los medios existentes con fines de lucro y sin autorización del titular del derecho de autor constituye un delito, conocido en todas partes con el nombre de ‘piratería’. Un delito que, además de afectar los intereses del autor, viola las leyes del comercio legítimo (en tanto que no reporta divisas para el Estado por concepto de impuestos) y genera una competencia desleal que perjudica a aquellos que operan dentro de los marcos establecidos por la ley. (Continuará).