Así quedaron algunas calles de Lima después del terremoto del 3 de octubre de 1974, el último gran sismo que afectó la capital. [Foto: archivo histórico]
Así quedaron algunas calles de Lima después del terremoto del 3 de octubre de 1974, el último gran sismo que afectó la capital. [Foto: archivo histórico]
Jorge Paredes Laos


El terremoto —y posterior tsunami— de 1746 ha sido uno de los hechos más catastróficos de los que se tienen registro en el Perú. No solo causó la destrucción de Lima y el Callao, sino que sus efectos también se sintieron en Trujillo, Huaura, Pisco, Ica, Lucanas, Huamanga y Cusco. Se dice que las violentas olas llegaron por el norte hasta Acapulco, en México; y, por el sur, afectaron todo el litoral chileno. Según cálculos contemporáneos, se cree que su epicentro se localizó a 160 kilómetros de la costa y debió haber alcanzado los 8,6 grados en la escala de Richter.

     Este desastre desató no solo hambrunas, epidemias y rebeliones en el Perú del siglo XVIII, sino también puso en marcha un sinnúmero de profecías apocalípticas. Aunque en esa época ya existían explicaciones ‘naturalistas’ sobre los sismos —Voltaire creía que se debían al azufre que se acumulaba en el subsuelo terrestre y otros afirmaban que se debían a corrientes subterráneas de agua—, la mayoría de la gente estaba convencida de que estos fenómenos eran un castigo divino. Entonces, se reavivaron premoniciones sobre una Lima castigada por bolas de fuego debido a la conducta lujuriosa de sus habitantes. Y en estos presagios las monjas e iluminadas —entre ellas Rosa de Lima— jugaron un papel importante.

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En Colonialismo en ruinas, el libro del historiador estadounidense Charles Walker, en el que se narra con lujo de detalles lo ocurrido antes, durante y después del sismo de 1746, se cuentan los innumerables rezos, procesiones y exacerbadas misas que se llevaron a cabo en los días posteriores a la tragedia. Algo que no era nuevo en Lima si se tiene en cuenta que un siglo antes ya había nacido el culto al Señor de los Milagros, justamente a raíz de que la imagen había permanecido incólume durante un movimiento telúrico que había devastado la capital.

Bomberos y voluntarios remueven escombros en el centro de la capital, octubre de 1974. [Foto: archivo histórico]
Bomberos y voluntarios remueven escombros en el centro de la capital, octubre de 1974. [Foto: archivo histórico]

     “El miedo siempre se agudiza después de un terremoto. Aumenta la religiosidad y más gente asiste a procesiones y actos religiosos”, comenta Walker a través del correo electrónico. “Hay una tendencia en el Perú y en todas partes a buscar culpables después de una tragedia de esa magnitud”, agrega.

     Y en la Lima colonial se responsabilizó de lo sucedido a dos grupos específicos: los esclavos de origen africano por su vida alejada de los preceptos católicos y, sobre todo, a las mujeres. En el primer caso, se desató el terror entre las autoridades y las élites de que en una ciudad caótica y en ruinas, los esclavos ya no obedecieran a sus amos. Algo que se pone de manifiesto en las múltiples relaciones emitidas para controlar el pillaje y el “desorden de la plebe” y en la cantidad de horcas que se instalaron en Lima para exterminar a los bandoleros.

     Walker narra cómo días después del sismo los ladrones organizados corrían la voz de que grandes olas llegarían a Lima, lo que causaba el pánico de los sobrevivientes que corrían a descampados y cerros para ponerse a salvo y dejaban sus derruidas casas a merced de los bandidos.

     En cuanto a los pecados de los limeños que supuestamente fueron castigados con el cataclismo, estos se resumen en una relación franciscana de 1687. Ahí se decía que Dios le había revelado a una monja —la madre Ángela— que la ciudad iba a ser sancionada por cuatro motivos: por las injusticias cometidas por jueces, ministros y poderosos contra los pobres; por lo profano de las vestimentas de hombres y mujeres; por la codicia de propiedades y bienes; y por las conductas lascivas “no tan solamente hombres con mugeres [sic], sino [también] hombres con hombres y mugeres con mugeres, olvidándose totalmente del severo juicio y castigo de Dios”.

Retrato del virrey Manso de Velasco, a cargo del virreinato del Perú durante el terremoto de 1746. Atrás de él, la Catedral de Lima. [Foto: Wikimedia Commons]
Retrato del virrey Manso de Velasco, a cargo del virreinato del Perú durante el terremoto de 1746. Atrás de él, la Catedral de Lima. [Foto: Wikimedia Commons]

     Otro sacerdote, el franciscano Mariano Badia, desató una campaña misógina en Lima, pues culpaba a las mujeres de la tragedia y basaba su teoría en que muchas de ellas habían muerto “con las piernas quebradas”, lo que significaba que el Señor había castigado “su vanidad”. Esto que puede parecer anacrónico no lo es, si pensamos en los discursos actuales contra la libertad sexual de pastores y líderes de iglesias milenaristas a raíz de los últimos terremotos sucedidos en Chile.

    “A través de un hecho crítico como un sismo, se pueden ver los elementos que componen una sociedad”, dice la historiadora Claudia Rosas Lauro, quien en el 2005 editó un libro con el sugestivo título de El miedo en el Perú. “A veces lo que nosotros identificamos como terror al terremoto —explica— esconde, en realidad, otras fobias, como el temor a las mujeres. Cuando sucedió el sismo del 2007, en Pisco, mucha gente atribuyó también este hecho a un castigo divino. Es decir, por más que tengamos una explicación racional —y eso es lo fascinante de la historia—, en un momento dado se mezclan todas las épocas y todos los tiempos, y en esos temores coyunturales resurgen miedos del pasado remoto”.

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“La idea del fin del mundo, ya sea a través de un terremoto, maremoto o cometa, es multicultural. Desde los mitos babilónicos y griegos, el Pachacuti andino, o la Biblia cristiana, en la que la humanidad desaparece varias veces, primero con la consumación del paraíso terrenal, luego con el diluvio y finalmente con Sodoma y Gomorra, siempre existe un final y un renacimiento”, dice el psicoanalista Moisés Lemlij.

    En su opinión, estas ideas apocalípticas y explicadas en términos grandiosos solo son la exageración de la propia muerte individual. “El fin del mundo es el absoluto terror e intento de negación de tu propio fin”, afirma. Y lo lógico, entonces, es que se inventen relatos maravillosos en los que existan posibilidades de resurrección.

Terremoto y maremoto que afectaron a Lima y Callao en 1746. [Foto:   ]
Terremoto y maremoto que afectaron a Lima y Callao en 1746. [Foto: ]

     “Siempre hay alguien que se salva, ya sea Noé del diluvio, Lot de la destrucción de Sodoma y Gomorra, Osiris entre los egipcios, o Manco Cápac en la leyenda inca de los hermanos Ayar; siempre hay redentores a los que tú tienes que alabar para no morirte”, añade el psicoanalista. Luego, apunta, que justamente Freud decía que el origen de las religiones, se debían a tres miedos: el temor a la muerte y las enfermedades, el pánico a la naturaleza y el terror a los conflictos entre los hombres.

     La noción del final de los tiempos surgió desde muy temprano en la Edad Media y se revitalizó cuando el mundo cristiano se acercaba al primer milenio. Según las escrituras sagradas esta fecha coincidiría con el regreso del Mesías y la resurrección de los muertos, lo cual estaba precedido por un periodo de gran destrucción. Por ese apocalipsis bíblico que desde entonces ha inquietado a la humanidad.

    “En el Medioevo surgió la idea de sacar a los santos en procesiones para proteger las ciudades de las plagas o cataclismos, como se hacía con san Sebastián, pues se creía que las epidemias eran como flechas que caían sobre la gente”, afirma Claudia Rosas. Una práctica que muchos años después, en el Perú colonial, se conectó con otras antiguas creencias prehispánicas referidas a la existencia de un dios protector de los temblores, como muy bien explicó María Rostworowski en su estudio dedicado al Señor de los Milagros.

La portada de El Comercio, edición de la tarde, del 24 de mayo de 1940.
La portada de El Comercio, edición de la tarde, del 24 de mayo de 1940.

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En el caso peruano, uno de los sismos más violentos del siglo XX ocurrió el 24 de mayo de 1940 (8,2 grados en la escala de Richter). Otra vez el Callao y Lima sufrieron una gran destrucción. No solo las crónicas periodísticas dieron cuenta de la catástrofe, sino también esta se manifestó en una publicación festiva llamada El cancionero de Lima. El investigador Gérard Borras menciona que en dos ediciones extraordinarias de este semanario se dieron a conocer valses y yaravíes que contaban la tragedia. Uno de ellos, titulado “Huyendo del terremoto”, decía: “Vuelvo a mis montañas/ nieve, viento y sol,/ por el terremoto/ huyendo voy;/ y salgo de Lima/ rogándole a Dios/ que no se repita/ el sismo feroz./ […] Pues en esta tierra/ ya no puedo yo/ vivir, pues me mata/ el pánico atroz”.

     La idea de escapar de una Lima a punto de ser destruida se reactualizó a inicios de 1982 cuando un geólogo estadounidense llamado Brian Brady ‘pronosticó’ para setiembre de aquel año una catástrofe de más de nueve grados en la capital peruana, la cual iba a estar precedida de “40 días de enormes disturbios sísmicos”. Entonces se desató el pánico. “Muchos vendieron sus propiedades cercanas al mar y otros incluso se fueron del país”, cuenta Rosas.

     Parecía increíble pero entonces, como probablemente sucedería ahora, se creyó más en anuncios tremendistas que en las explicaciones lógicas y sensatas que decían que estos eventos no se pueden predecir. En el Perú pareciera que se prefiere la alarma a la prevención. Algo que se hace evidente en la forma en que se ha construido la ciudad en estas últimas cuatro décadas de silencio sísmico. Miles de viviendas —el 70 % según Capeco— carecen de estudios técnicos. Para muestra está ese edificio de la avenida Abancay, cuyo caso dio a conocer este Diario: un monumento a la imprevisión y todo un desafío a ese secular miedo a los temblores.

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