El arquitecto holandés Aldo van Eyck empezó su carrera profesional en 1947 diseñando una serie de juegos para niños en Ámsterdam. Entre aquel año y 1977, más de 700 juegos infantiles de su autoría fueron construidos en esa ciudad.
Los proyectos en general fueron simples. Utilizó elementos como bloques de concreto circulares, estructuras de metal con pintura blanca para escalar y cajas de arena.
A pesar de sus diseños básicos, los juegos de Van Eyck poseían un alto nivel de sofisticación y una relación muy estudiada con su entorno. Muchos, por ejemplo, fueron instalados al costado de vías vehiculares y, en algunos casos, rodeados en tres de sus lados por tráfico.
Sin embargo, no tenían rejas que dividieran la zona de juego con la calle para los autos. Esta separación fue hecha con un bordillo, lo cual representaba una relación mucho más abierta y menos controlada entre juegos y calles, entre la zona para los niños y la de los adultos.
Según el sociólogo estadounidense Richard Sennett, al no tener rejas, los juegos de niños de Van Eyck cambian el comportamiento en la vía pública. Los choferes manejan más lento por la falta del enrejado y los niños aprenden a no entrar en la pista. Así, toman mayor responsabilidad sobre sus acciones.
Con estos juegos no se quiso modificar el comportamiento a través de un diseño de control, sino más bien llegar a un contrato social, un nivel de sociedad civil en donde los actores tienen que cohabitar el espacio público. Bajo esta visión, se incluyeron los juegos de niños en la calle como parte de la vida cotidiana de la ciudad y no solamente como un elemento de esparcimiento. Los niños aprendieron ciertos códigos sociales de cómo comportarse, cómo interactuar y cómo formar parte de la vida social de la ciudad.
En las últimas décadas en el ámbito mundial, los niños han ido perdiendo su integración en la calle y en el espacio público. Las consecuencias han sido negativas. Según “The Atlantic”, en EE.UU. los casos de depresión mayor y trastorno de ansiedad en niños han subido entre cinco y ocho veces en los últimos 50 años, y los episodios de suicidio en menores por debajo de los 15 años se han multiplicado por cuatro.
Muchos atribuyen esta degradación de la salud mental de los niños a la pérdida de su inclusión en la urbe.
Lima no es una ciudad inclusiva para los niños. Temas como la falta de veredas en muchas calles, el tener veredas muy angostas que no permiten el juego informal, el dominio total del automóvil sobre nuestro espacio público y la ausencia de juegos de niños en los parques de la ciudad reflejan nuestra realidad, donde los niños han sido pasados por alto en el planeamiento.
Planificar la ciudad sin incluir a los niños tiene costos grandes para una sociedad. Solo hace falta ver el problema en nuestras calles.