(FOTO: GEC)
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Pedro Ortiz Bisso

Quienes sobrevivan recordarán que en estos tiempos de días idénticos y manos arrugadas hubo un momento en que sentimos que no había salida. Que lo único que nos abrazaba era la desesperación, la incertidumbre de que esa tosecita estacional pudiera ser síntoma de algo peor. De despertarnos de madrugada imaginando a nuestras querencias rogando por una cama en la puerta de un hospital o sacudiéndose por una bocanada de oxígeno que les permita alargar sus vidas.

Los días de buenas nuevas escasean. Hablar de mesetas con tantos contagios y fallecidos indigna. Las delgadas tiras en que se sostiene el Estado se quiebran a cada momento. Antes clamábamos por mascarillas y guantes, luego por pruebas, después por camas. Ahora lo que falta es oxígeno.

Los pedidos desesperados están en las redes sociales, la televisión o los mensajes de los amigos. La demanda de oxígeno medicinal habría pasado de 40 toneladas a 160 toneladas diarias según un cálculo de Día_1 de El Comercio. Por eso vemos -y leemos-, a tanta gente clamando por un balón, pagando precios abusivos para comprarlos o lugares donde conseguir una recarga. Rogando por un poco de aire para que su madre, su esposo, su tío o quizás su hijo no se convierta en una cifra más.

¿Qué no tendremos mañana? ¿Qué será aquello que empezará a escasear y alargará este agonía que no parece tener fin?

Que sea cualquier cosa, menos la esperanza.

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