No debe quedar persona en el país que no conozca a otra que haya padecido o padezca del COVID-19. Que no sepa de alguna familia destrozada por el virus. Que no amanezca imaginando que ese estornudo inesperado o esa ligera picazón en la garganta quizá sea el primer indicio de que se convertirá en uno de esos números que nos acompañan desde hace más de cuatro meses. Lo de ayer fueron terribles: 225 muertos y 8.466 nuevos contagios.
La pandemia exige no solo pensar en uno, sino en el otro. No basta con cuidarse uno mismo. Porque ese familiar, ese amigo, ese conocido que dice que ha sido muy cuidadoso, que nunca salió de su casa –”hasta mis manos huelen a lejía”-, puede ser un asintomático. Por eso los especialistas insisten en que no solo es indispensable evitar las reuniones y usar mascarillas, sino también mantener la distancia social.
Para cuidarse, hay que cuidar a los demás. Y tener claro que el dolor no es ajeno, es de todos.
De todo ello se olvidó la hinchada de la ‘U' ayer. Primero con un concierto de bombardas que quebró la tranquilidad de una ciudad que vive en luto; luego congregándose en los alrededores del Estadio Nacional para recibir al bus que trasladaba al plantel que minutos después jugaría ante Cantalao.
No tuvo ni un centímetro de empatía con los deudos de las más de 40 mil personas que ya no están con nosotros. Ni con sus propios familiares. Porque esos hinchas que ayer saltaban alrededor del ómnibus con sus banderas y sus bengalas, quizás estuvieron en contacto con un infectado y si se contagiaron pueden esparcir el virus entre sus querencias, manteniendo vivo este torbellino maldito que no tiene cuándo parar.
Anoche, el Instituto Peruano del Deporte decidió suspender lo que resta de la fecha 7 de la Liga 1. El primer ministro Walter Martos dijo que no se reanudará hasta que se garantice el cumplimiento de los protocolos. Al virus no se le puede dar ni un centímetro de ventaja. Si el fútbol quiere sobrevivir, no debe volver a su vieja normalidad