A fines de los 70, en la revista satírica “Monos y monadas”, el nombre de Marisa Godínez (Lima, 1950) llamó la atención por una serie de enigmáticos dibujos, marcados por la crudeza y cierto humor negro –algunos llanamente sin humor–, que abordaban la adversa situación de la mujer peruana de su época: los matrimonios forzosos, la tiranía doméstica, los estereotipos de la madre impoluta y perfecta. Años después, Godínez ingresó a trabajar como ilustradora de contenido pedagógico para la ONG Flora Tristán, donde desarrolló su compromiso con un feminismo del cual, quizá sin saberlo de forma plena, había sido pionera.
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Pero durante décadas se supo poco o nada de la ilustradora, al menos públicamente. Su perfil bajo (que no su compromiso y militancia feminista) la convirtió en una suerte de leyenda en el rubro de la historieta y el humor gráfico peruano. Ahora, con 71 años, ella acaba de reaparecer con una exposición que reúne su obra reciente. Se llama “La niña no mirada” y está conformada por 55 dibujos hechos entre los años 2017 y 2021. Una producción fantástica, que coge a muchos por sorpresa, pero que nos devuelve a una artista en toda su madurez creativa. A propósito de este grato regreso, conversamos con ella.
Primero que nada, ¿por qué el silencio durante tanto tiempo?
La verdad es que porque he estado trabajando. Trabajando para ganar plata. Porque del arte no se vive en este país. Por muchos años me he dedicado a hacer diagramaciones, carátulas de libros, en Flora Tristán y como ‘freelance’. Y siempre soñando con regresar a dibujar, aunque eso se postergaba y se postergaba porque cuando dejas de hacer algo quedas fuera de práctica y te da miedo. Te cuesta trabajo volver a comenzar, te incomoda y te asusta. Cuando me jubilo, trato de hacer varias cosas: intenté hacer teatro, me puse a estudiar en la Ruiz de Montoya para ser consultora, y estuve trabajando de voluntaria en el Dos de Mayo. Era un trabajo muy bonito y satisfactorio, pero no me llenaba. Hasta que tomé valor, me miré al espejo y dije “ya no hay más tiempo, tengo una edad en la que hay que hacer lo que hay que hacer, no voy a perder nada”. Me animé, agarré la plumilla, me puse a dibujar y me enganché muy rápidamente. Y lo asumí como un trabajo. Encerrarse en la mañana a dibujar es un trabajo. Es una forma de vivir.
¿Y qué cosas cambiaron? ¿Qué ha sentido diferente en este nuevo comienzo?
Ha habido menos presión. Nadie esperaba nada, nadie me cuestionaba. Solo yo misma, porque yo sí me cuestionaba. Son como deudas que tienes, y lo sentía como un mandato. Me di cuenta de que no tenía mucho tiempo de vida útil, tenía que comenzar a hacerlo. Y me di la razón a mí misma cuando, después de un año de comenzar a trabajar, me sentía muy bien. Cuando me levanto en la mañana, regreso a ver los dibujos que he hecho, y si he conseguido la imagen que tenía en mi cabeza lo siento como una satisfacción personal. Digo personal porque no se los he mostrado a casi nadie en todos estos años. Simplemente los he hecho para mí. Luego entró Jorge [Villacorta] en mi vida y él me alentaba muchísimo. Allí confirmé que estaba en un camino que parecía no estar mal, y comencé con más luces. Ya no era el camino oscuro de antes.
Permítame remontarme a los inicios: su experiencia en la revista “Monos y Monadas” fue peculiar porque usted era la única mujer en ese grupo tan masculino. ¿Influyó eso en su trabajo?
Es algo muy extraño porque yo no iba a las reuniones de “Monos…”. Las reuniones eran entre hombres. Ellos me invitaron a trabajar, pero yo estaba dedicada solamente a ser madre, esposa y ama de casa. Esa era mi situación y lo que más me daba vueltas en la cabeza. Eso es algo no le deseo a nadie que no tenga la vocación de serlo. Tengo amigas que son muy felices siendo madres, pero hay otras que no. Y yo sentía que se volvía una burla de la vida. Por ejemplo, eso de que en el Día de la Madre te regalen una cocina para que sigas siendo la madre encadenada a las labores domésticas. ¡Era de chiste! Es cruel, pero una burla total. Entonces comienzo a dibujar sobre ese tema, que era parte de mi vida y de las situaciones que yo veía. Cuando veía publicados mis dibujos, creo que no era tan consciente de que estaba haciendo denuncia. Para mí simplemente era obvio. Y claro, ahora me doy cuenta de que fue muy terapéutico, esos dibujos eran un grito de auxilio. Porque sentía que no había planteado eso para mi vida.
Y luego llega a Flora Tristán. ¿Eso cambió radicalmente su vida?
Sí, yo diría que sí. Porque ellas me buscaron justamente por mis dibujos. Era el año 80 u 81 y Flora recién estaba naciendo. Me acuerdo que todavía no había local. Primero nos reuníamos en la casa de una amiga, y luego conseguimos el local en Quilca. Ellas necesitaban a una persona que viera las publicaciones, los dibujos, las historietas, las carátulas, los banners, todo eso. Y me comencé a involucrar porque era un centro feminista que estaba comenzado a formarse. Me di cuenta de que no estaba sola. Que realmente es una injusticia que solo por nacer mujer te encasillen en un rol obligatoriamente. Como te repito, yo respeto a quienes tienen vocación de madre. ¿Pero que todas deban tenerlo simplemente por nacer mujer? Por eso me sentí rápidamente con mis pares. Me encantó, milité, fui a marchas. Porque era una ONG, pero una militancia también. Era lo contrario a “Monos…”, porque allí todos trabajan para afuera, con temas políticos, etc., mientras yo era la única que trabajaba para adentro, que hablaba del interior de las personas, que era mi preocupación. Entonces llegar a Flora sí fue un evento muy importante.
¿Y sigue militando? ¿Cómo se lleva con los movimientos feministas de hoy?
Sí, comparto un grupo feminista. Ya no trabajamos hace muchos años en Flora, pero el grupo se ha mantenido. Las mujeres tendemos a desarrollar esas amistades, somos amigas-hermanas, como decimos. La última vez que salí a marchar fue hace dos años, contra Merino, empujando la silla de ruedas de mi amiga. Pero ahora veo el feminismo más como una forma de vida. Porque hay muchas teorías y prácticas distintas, pero la propuesta que yo abrazo es la de una forma de vida menos consumista, más compasiva, más generosa, más tolerante con todo el mundo. Sin fobias.
En esta nueva etapa con los dibujos que forman la exposición “La niña no mirada”, ¿cómo ha sido el proceso?
Cuando decido retomar el dibujo, allá por el 2016, me propuse mirar atrás, hacer cuentas, poner las cosas en claro y hacer las paces con esos asuntos que uno carga en la vida y a veces no quiere asumir. Es como tener un sótano en la casa al que uno no quiere entrar por tienes miedo o porque te parece una pérdida de tiempo. Pero me animé bajar y prender la luz para ver qué había. Yo tuve la suerte de que mi padre fue un fotógrafo aficionado, que nos perseguía todo el día a mis hermanos y a mí tomándonos fotos. Entonces en mi casa quedaron muchísimas fotos que mi hermano almacenaba. Le pedí que me las prestara porque tenía interés de verme de niña y hacer las paces conmigo misma. Y comencé a mirar una y otra vez esas fotos, creo que hasta con lupa. Y me he mirado, he mirado quién me miraba, y he mirado a quién yo miraba. Y me di cuenta de yo más que nada miraba. Porque muy mirada no he sido, eso es lo que siempre he sentido. A mí me criaron rodeada de muñecas y de ollitas. Mi mamá se reía cuando me preguntaban ¿qué vas a ser de grande? “Mamá”, decía yo. Y claro, ¡si para eso me preparaban! Pero nunca me cuestioné. Es impresionante eso. Por eso puedo decir que mi infancia fue poco feliz. Eso me lo guardaba dentro. Por suerte en este proceso me reconcilié con mi madre, a la que le achacaba muchas cosas; pero a través de su imagen la entendí. Entendí muchas cosas, muchas. Todo eso fue saliendo en los dibujos.
¿Tuvo alguna rutina o dinámica para hacer estas obras?
A veces, cuando duermo mal, simplemente me aparecen las imágenes. Tengo un cuadernito en el que voy apuntando, después voy revisando, y comienzo a bocetear, luego comienzo a dibujar. Son varias etapas. Y eso me hace ilusión. Me levanto pensando en que me voy a meter a trabajar en mi pequeño estudio. Esa es la historia. Es esa niña que ya no soy, pero que sigue conmigo porque miro mis pellejos, mis pieles arrugadas, y es la misma piel de la niña. Está siempre con uno. Uno cree que ya pasó, pero no. Es un ejercicio interesante.
¿El núcleo es solo familiar, personal, íntimo? ¿O se nutre también de terceros?
Se nutra también. Acuérdate de que las feministas compartimos. Nosotras hemos hablado de todo: de nuestras maternidades, de nuestras madres, de la figura paterna, de qué significó militar, de dónde procedíamos. Es una experiencia muy rica tener esas amigas a las que adoro. La verdad es que no sé qué haría sin ellas. Y sí, soy muy observadora, me complace mirar y conversar. Porque también estoy segura de que hay mucha gente que la pasa mucho peor que yo, y eso me sobrecoge. Si yo recuerdo una infancia poco feliz, pienso en otros casos y se me arruga el corazón.
Los dibujos tienen muchas referencias vegetales, pero a mí me impactaron sobre todo las referencias al agua y los peces. ¿De dónde viene esa obsesión?
Pueden ser miedos… no sé cómo explicarlo. Creo que solo salen… Bueno, de niña veraneamos en Pucusana. Esa es la parte de mi infancia que recuerdo con más alegría. Vivíamos allí todo enero, febrero y marzo, no pisábamos Lima para nada. Entonces el mar estaba siempre presente y teníamos una libertad maravillosa. Mi recuerdo del mar es un recuerdo de felicidad. Pero en la noche era diferente. Mi madre hacía lo que hacen muchas madres: te instalan el miedo en el cerebro para ya no estar diciendo “no hagas esto, no hagas lo otro”. Y para que no entráramos al mar nos asustaba con que algo feo nos iba a pasar. Por eso las cosas que me dan miedo son las que no veo. Lo que está debajo del mar, detrás de una puerta. Hoy difícilmente me quedo en mi casa sola de noche. Son cosas que ya forman parte de tu vida y las aceptas.
La otra novedad es que por primera vez irrumpe el color en un par de tus dibujos. ¿Por qué?
Sí, estoy entrando a eso. Esos son los últimos dibujos, aunque ya tengo otros nuevos con color. Son tintas, aunque parezcan acuarelas. Me animé porque mi formación es de pintura y tengo un reto pendiente por allí. Pero la pintura es más difícil. En cambio la plumilla es un material muy humilde. Ahora ha subido a 15 soles, pero en mi época costaba 1 sol 50, creo. Es un pomito de tinta china y una cartulina canson. Eso lo puedo hacer en cualquier lado, no necesito un gran taller. Solo requiero un sitio donde esté sola, con relativo silencio o alguna música que me guste.
¿Y qué música, por curiosidad?
Ah bueno. Básicamente música clásica. A mí me gusta de todo, pero no todo me deja concentrarme. Si es música cantada o que me remite a una historia, no puedo. Además, sabes que a veces veo un dibujo y me acuerdo claramente de lo que estaba escuchando. Es bien curioso eso.
Marisa, para terminar, me ha dicho que su infancia poco feliz. ¿Qué me puede decir de su maternidad?
Wow… Fue difícil. Yo fui madre muy jovencita y no se puede retroceder. Es difícil porque una sueña muchas cosas y ya no se pueden lograr. La mayoría de mujeres, cuando comienzan a ser madres, imitan lo que fue su madre. A veces hasta cocinan la misma comida. Entonces era difícil porque yo no quería ser como mi mamá de ninguna manera. Tenía que inventarme un rol. ¿Pero cómo inventas algo que no has visto? De allí viene mi crítica al endiosamiento de la madre. No hay nada ejemplar en ser madre. Cada quien hace lo mejor que puede cada día. Por eso abogo por una maternidad deseada. Yo lo pondría como un derecho del niño, el primero: un niño debe ser deseado para venir al mundo. Y sí, tengo muchos cuestionamientos conmigo, pero creo que todas las mujeres los tenemos.
Exposición “La niña no mirada”
Lugar: Sala Luis Miró Quesada Garland
Dirección: Av. Larco 450, Miraflores
Horario: de lunes a domingo de 9 a.m. a 10 p.m.
Temporada: hasta el 27 de marzo
Ingreso libre
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