Una frase de Rainer María Rilke sirve de llave para entrar a su nueva individual: “Las obras de arte son soledades infinitas y con nada son menos alcanzables que con la crítica. Solo el amor puede comprenderlas, celebrarlas y ser justo con ellas”. La cita no es gratuita. Como el poeta checo, la artista Rosamar Corcuera apunta al corazón. Como enseñaba Rilke en su célebre “Cartas a un joven poeta”, el creador debe aprender a mirar profundamente el mundo, de una forma diferente. Ver el mundo como lo hacen los animales, sin advertir el peligro, motivados por el instinto, sin saber qué cosa es la muerte. Con curiosidad de niño.
No sorprende entonces que la artista confiese que “Cartas a un joven poeta” sea el primer libro que su padre, el entrañable poeta Arturo Corcuera, le regaló. “A ese libro siempre regreso”, explica. Como Rilke, ella mantiene de la infancia la fantasía, la creación, la ausencia de cálculo, el amor desinteresado. Quizá por eso Rosamar Corcuera es capaz de sacar del horno figuras bellas o sobrecogedoras. En todo caso, la pintora y ceramista volvió a ese libro y subrayó aquella idea sobre la obra de arte como una soledad infinita: en tiempo de pandemia, encerrada en su casa de Chaclacayo, trabajando sola en su taller, aquella tesis definía su circunstancia. “Lo siento cuando trabajo, sobre todo en los tiempos en que estuvimos todos recluidos. Siempre el trabajo de creación es solitario. La pieza que has terminado materializa el tiempo, la soledad, el silencio. Por eso me tocó tan fuerte ese párrafo del libro”, explica.
Así, en esa infinita soledad, la artista se acompaña de sus imaginarios característicos: la cosmovisión andina, la influencia tribal africana, los mitos de la obra de Tilsa Tsuchiya que acunó su infancia, una fauna cuya especie comparte con la poesía de su padre. Todos símbolos que, antes de modelarse en barro, han sido vividos e interpretados por la artista.
Regreso a la semilla
Colibríes y serpientes, vírgenes y caracolas con cabezas de niño, máscaras rituales y, como un nuevo tema en su imaginería, pallares moche sobre los que graba sueños o pesadillas.
Estas últimas piezas tienen, para la artista, un sentido metafórico. “Hace muchos años me regalaron unas semillas de pallar que me parecieron mágicas y extrañas. Ahora que estuve tanto tiempo alejada de todo, trabajando sin parar en el taller, volvieron a aparecer”, recuerda. La artista imagina esos pallares leídos por las sacerdotisas moches, como mensajes de los dioses. Por eso, ella los plasma como cuerpos celestes, fragmentos de meteoritos, detritus cósmicos. De uno de ellos, al abrirse, germina una mujer. Hermosa prueba que, tras todo lo vivido, retoñamos.
La soledad ha terminado.
Más información
Lugar: salas Siete Setenta y Alicia Cox del C.C. Ricardo Palma. Dirección: Av. Larco 770, Miraflores. Temporada: de lunes a domingo de 10 a.m. a 9 p.m. Hasta el 27 de noviembre.
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