Cinemark y Cineplanet. La venta de comida dentro de los cines es uno de los más rentables negocios para las empresas exhibidoras. (Imagen: YouTube)
Cinemark y Cineplanet. La venta de comida dentro de los cines es uno de los más rentables negocios para las empresas exhibidoras. (Imagen: YouTube)

¿Desde cuándo se come dentro de los cines?, es una pregunta válida para entender el curioso fenómeno cultural que combina culinaria y
cinefilia. La cuestión ha cobrado notoriedad en estos días por una polémica resolución del Indecopi: a partir de mañana, se prohibirá a
las dos principales cadenas de cine en el Perú – y – restringir a los usuarios el ingreso con alimentos adquiridos fuera de sus instalaciones. Es decir, adiós a la vieja práctica de esconder la canchita en el bolsillo más sutil de la casaca o refundir botellas de gaseosa en la cartera.

Todo empezó en Estados Unidos. Con la aparición del cine sonoro, allá por los años 20, el cine se fue alejando de la pomposidad de los teatros y adquirió un mayor cariz de divertimento. Además, con la
crisis que acarreó la Gran Depresión en 1929, se volvió costumbre introducir comida clandestinamente en las salas. Comida que debía ser barata, además, razón por la cual el consumo de popcorn se volvió un ritual casi religioso para el cinéfilo promedio. Alguien dijo alguna vez que, junto al traqueteo del proyector, no hay sonido más característico dentro de la sala oscura que el crujido del maíz entre los dientes (aunque muchos no lo aguanten).

-Comer o no comer-

El problema, como siempre, son los extremos. Y la controversia generada por el dictamen del Indecopi se ha agudizado en los últimos días por las siempre polarizadas redes sociales (esa modernidad en blanco y negro). De un lado están quienes creyeron que tendrían carta libre para ingresar con los banquetes más apetitosos que sus estómagos pudieran anhelar. A todas luces, un exceso bastante cuestionable. Las empresas de cine más populares en Inglaterra, por ejemplo, tampoco prohíben el ingreso de alimentos en sus salas, salvo por dos restricciones bastante genéricas: las bebidas alcohólicas y las
comidas calientes.

En el polo opuesto se ubican quienes quisieran censurar todo tipo de ingesta entre butacas. Sin ánimos de ahondar en este punto, se olvidan ellos que existen grandes diferencias entre un espectáculo transmitido por un rayo de luz, como es el cine, que aquellos que incluyen un respetable elenco de ópera o teatro. El cine es una experiencia social mucho más grande: y eso ocurre desde el Perú a Alemania, del África a la China.

Hay que recordar también que si tan inmaculadas fueran las salas de un cine, ni siquiera las empresas que las manejan venderían sus tan populares combos. Pero son ellas las primeras en manejar el negocio (por cierto, bastante rentable). En este punto, hay que decirlo, sí parece un exceso el cobro promedio de S/15 por una porción de popcorn preparada con menos de un puñado de maíz. A esto habría que añadirles algunas otras exigencias básicas para cualquier  exhibidora que se respete: buenas pantallas, sistemas de cobro más
rápidos y eficientes, mejor calibración de imagen y sonido y, cómo no, una cartelera de mejor nivel. Otra vez: la experiencia cinéfila es mucho más completa que la sola película.

El debate entre los bandos seguramente continuará: algunas de las empresas de cine han anunciado apelaciones y no faltan quienes
especulan un aumento en el precio de sus entradas para compensar el desbarajuste de sus ingresos. Mientras tanto, no está de más aprovechar esta coyuntura –sumada a la temporada del Óscar, cuando más gente se vuelca a ver las últimas cintas en cartelera– para repasar algunas normas básicas al momento de acudir al cine: no solo se pide comer con discreción, sino apagar los celulares, evitar las conversaciones en voz demasiado alta, entre otras costumbres bastante amables para la convivencia. Reglas fundamentales para que,
usted y los demás, puedan disfrutar de una película en paz.

CINCO REGLAS DE ETIQUETA PARA DISFRUTAR EL CINE

1. ¿Por qué no te callas?

Los hay de todo tipo: el que comenta todo lo que ocurre en la pantalla, como si de un narrador omnisciente se tratara; los que  inexplicablemente prefirieron entrar a la sala (y no a un café) para conversar sobre su vida privada; los críticos en potencia que ensayan sus más afilados análisis; los que ya vieron la película y te arruinan
el final: antecesores del odiado difusor de ‘spoilers’ que abunda en Internet. La cháchara innecesaria, además, genera un círculo vicioso: el que calla al otro recurriendo al siempre confiable “¡shhh!” corre el riesgo de convertirse en una molestia aparte. Nadie exige una atmósfera sepulcral porque una función de cine no es un velorio (y hasta en los velorios corren los chistes). Pero sí la mínima calma que
exige la concentración.

2.  La maldición del teléfono

Es el enemigo número 1 de los espectáculos públicos en los tiempos modernos. Ni siquiera el pedido para apagar los celulares, que se
suele proyectar en las salas antes de iniciarse la función, evita las altísimas probabilidades de que el peor de los ‘ringtones’ comience a
sonar en una parte clave de la película. Peor aún si el receptor, con extremo ejercicio del desparpajo, decide contestar la llamada y ventilar su conversación ante todo el respetable. Vale decir que la molestia no es solo sonora: la compulsiva tentación del Messenger o el WhatsApp lleva a los espectadores a mantener encendidas sus diminutas pantallas, imperdonable quiebre de la magia que implica
la oscuridad de la sala.

3. Amantes del séptimo arte

No es ninguna novedad que la última fila de las salas suele estar destinada para las aproximaciones amatorias más intensas. La afrodisíaca combinación entre el silencio, la sombra y la tersura de las butacas es invitación para encuentros furtivos donde la película es lo que menos importa. El problema surge cuando se pasa del delicado brazo por encima del hombro a las acrobacias más arriesgadas, que incluye patadas al asiento de adelante e incluso ruidos que los demás espectadores preferimos no escuchar. Y aunque amar no es un pecado, sí es recomendable buscar la película con menos asistencia de la cartelera. Eso, o inclinarse por nuevas formas de distribución como
Netflix. El mueble es siempre mejor plan.

4. Hambre de cine

Ya se dijo que la experiencia del cine abarca mucho más que el visionado fílmico, por más que aún haya puristas que quieran creer lo contrario. Acéptenlo: una justa dosis de canchita nunca está de más.
Lo que no significa que la gula desmedida se imponga. Ni que con ello se abra paso a la masticación excesiva, los malos olores, el ruido de empaques que alteren la tranquilidad, o los líquidos y pedazos de maíz regados por los pasillos. Si la disposición para que los cines permitan la comida en sus instalaciones se convertirá en carta libre para estos
excesos, mejor sería prohibir de raíz cualquier forma de ingesta. Nadie ha muerto por un par de horas de hambre.

5. Cinéfilo en pañales

En el libro “Cineclub”, el crítico David Gilmour (no confundir con el ex integrante de Pink Floyd) cuenta cómo cultivó la cinefilia en su hijo. Y aunque se entiende que, en aras de transmitir tan noble pasión, haya padres que lleven a sus pequeños al cine, también es bastante molesto el llanto destemplado de un infante en plena función. La culpa, desde luego, no es de los niños. Por eso no parece mucho pedir que, ante un incidente de ese tipo, el adulto responsable
opte por retirar al pequeño de la sala. Estamos seguros de que los demás asistentes –y el bebe en crisis– se lo agradecerán. 

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