Es un error bastante frecuente, en cierto ámbito de la crítica, el restar todo mérito y tomar por tramposa cualquier aproximación de Hollywood al Holocausto judío. Una desestimación casi a priori, solo porque la película pueda tener éxito comercial o cuente con alguna estrella en sus créditos de presentación. Ese es el caso de esta producción norteamericanobritánica en la que están involucrados los hermanos Weinstein (verdaderos reyes Midas de la industria del cine que empezaron, hace tres décadas, como patrocinadores de directores “independientes” como Steven Soderbergh o Quentin Tarantino).
“La dama de oro” se basa en la histórica expropiación de la obra maestra “Retrato de Adele Bloch-Bauer”, de Gustav Klimt, que empezó a tener una mayor difusión pública gracias al documental “The rape of Europa”, del 2006, donde se testimoniaba el tema de la expoliación nazi de los tesoros artísticos del Viejo Continente. Capítulo no muy visitado por la ficción, pero que desde entonces concitó la atención de Hollywood –el año pasado se estrenó “Operación monumento”, de George Clooney, sobre el comando especial que los EE.UU. destinaron al rescate de los tesoros culturales robados por los alemanes–.
Pero si la cinta de Clooney recordaba a “Los doce del patíbulo” y se decantaba hacia la crónica desenfadada de una banda de personajes algo excéntricos, donde el humor daba la pauta, la cinta de Simon Curtis –el mismo director de “Mi semana con Marilyn”– prefiere el drama intimista y la historia de amistad entre una mujer mayor, Maria Altman (Helen Mirren) y un joven abogado, inexperto y algo incrédulo, Randy Schoenberg (Ryan Reynolds). Ambos se embarcarán en la quijotesca cruzada de tratar de recuperar el cuadro de Klimt que el Estado Austriaco se niega a devolverle a Mrs. Altman. Y en este esquema, la cinta se concentra en dos líneas argumentales: la relación que se va tejiendo entre el joven y la señora, por un lado, y la confrontación que esta última debe hacer con el pasado que la atormenta.
Desde un inicio son reconocibles los lados formulistas y manidos del filme: el tono aleccionador de Mrs. Altman respecto al poco interés de Randy –a fin de cuentas, su familia también es de origen austriaco, como la de ella– por el Holocausto; cierta retórica ilustrativa de los derechos del individuo por encima de los estatales –que sintoniza con la no tan indirecta exaltación de Estados Unidos como protector de estos derechos inalienables de la persona–; o el mismo estilo de montaje de algunas secuencias más emocionales, donde la banda sonora se utiliza como refuerzo sentimental algo abrupto y prefabricado.
No obstante, pese a estos problemas –y otros igual de estructurales, como el misterioso amigo vienés que encarna Daniel Brühl–, creemos que el filme logra salir a flote. Una de las razones es, sin duda, el trabajo con sus actores principales. Gracias, por supuesto, al impecable trabajo de Mirren, pero también –y esta es una de las sorpresas– gracias a Ryan Reynolds, actor usualmente desperdiciado como figura estereotipada de acción o de romance y que, en este registro casi “capriano”, demuestra su lado dramático e introspectivo como muchacho tímido y obsesionado con una empresa imposible.
Pero si hay otra razón por la que podamos recomendar la visión de “La dama de oro”, es por el tratamiento del pasado, tiempo que asalta la mente de Mrs. Altman a lo largo de todo el metraje: ahí están las fiestas tradicionales, los ritos familiares y los interiores de la casa paterna, con su fotografía amarilla y en clave baja. Pero también está el asalto de las tropas nazis y la violación de la dignidad que ello supone. En ese sentido, es fundamental la caracterización del patriarca judío –excelentemente interpretado por Allan Corduner–, quien aportará algunos de los momentos más honestos del filme.
Lo mejor de “La dama de oro” está, entonces, en su exploración de un tiempo ya ido. Si bien a estas alturas la dinámica que va y viene entre presente y pasado es muy utilizada –incluso es muy notoria la influencia de un filme reciente que también reúne a una mujer mayor y a un joven descreí- do: “Philomena”, de Stephen Frears–, eso no quita que estas secuencias que vuelven de la memoria terminen por prestar su sombra, triste y dolorosa, a la historia de la protagonista. El dolor proviene de gestos y palabras que retornan como señales quiméricas, pero también como deudas algo crueles. A fin de cuentas, toda la aventura de Mrs. Altman solo será triunfal a medias. Constatar ese hecho termina por conferirle al filme, aunque sea, un poco de esa verdad humana que tanto se empeña por ostentar.