"El silencio del río" es un cortometraje peruano. (Foto: Difusión)
"El silencio del río" es un cortometraje peruano. (Foto: Difusión)
Redacción EC

Escribe: Ailen Pérez Burneo

Como en una búsqueda personal, Francesca Cánepa (Lima, 1990) se sumerge en la selva amazónica para cerrar un círculo de lo hereditario, el encuentro con la identidad y la infancia. Después de estudiar Cine en la Universidad Paul Valery de Montpellier (Francia) y una maestría de Dirección en la ESCAC de Barcelona, volvió a Perú en 2018 a escribir el guion de su primer cortometraje, “El silencio del río”, que fue estrenado el pasado abril en la Berlinale y que, entre otros reconocimientos, acaba de ganar el Gran Premio del Jurado al Mejor Cortometraje Narrativo en el Calgary International Film Festival (CIFF) de Canadá, calificándolo para entrar en contienda por la nominación nada menos que a los premios Óscar de la Academia.

El círculo, entonces, no se cerró. Todo lo contrario, difuminó su contorno y dio paso a iniciar una nueva búsqueda, cual una muñeca rusa que alberga más muñecas en su interior y que para Francesca representa este proceso de creación.

“Una oda a la diversidad”

Lo primero que sabía era que el escenario para el corto debía ser la selva. “El espacio es retórico, no es que esté hablando de la selva, sino de la identidad. La selva me sirve para contar la historia y me interesa mucho como espacio simbólico”, dice Francesca. Dentro de ese espacio quería encontrar una cabaña flotante. Entre personas que le daban datos acerca de lugares que podrían funcionar y la ayuda de Google Maps, llegó en peque-peque hasta la comunidad de Yanayacu, en Loreto, hasta una pequeña cabaña en la que se vendían quesos y gasolina para los botes que pasaban por ahí.

Aparecía así el escenario perfecto para contar la historia de Juan (Wilson Isminio Cruz), un niño de nueve años que vive junto a su padre (Roover Mesía) en medio del río Amazonas y que, en su intento por continuar la tradición familiar, emprende un viaje onírico por la selva que lo llevará a descubrir la verdad sobre su progenitor. La búsqueda de Francesca y la de Juan, el protagonista, encuentran un objetivo común: caminar siguiendo los pasos de los antepasados hasta llegar al origen que los une con ellos. En una palabra, purgar. “La soledad de los niños, la muerte y los sueños son temas recurrentes en mi trabajo, tanto en los que he hecho como en los proyectos que pienso para el futuro. El personaje del niño es un reflejo mío, (Juan) quiere contar historias, quiere estar acompañado, quiere descubrir quién es su padre y, por ende, quién podría ser él mismo”, explica.

“En el corto se expone el mito de la sirena, que sale en busca de hombres para atraerlos con su canto. En este caso, la sirena es un hombre, el padre, que poco a poco se va convirtiendo en mujer. De alguna forma, se come su masculinidad. Yo quería hacer una oda a la diversidad, a la dualidad, y la selva apareció como un contexto perfecto para contar sobre la criatura en la que se convierte”, explica Francesca, guionista y directora.

A través del proceso de escritura, investigó acerca de los Kukamas, un pueblo aborigen que habita en las riberas de los ríos Ucayali y Huallaga, también en el río Amazonas, entre otros espacios tanto en Perú, Colombia y Brasil. “El padre tiene la lengua partida, como muchos habitantes de esa comunidad que en la época del caucho eran discriminados por hablar su idioma y a los cuales les arrebataron la lengua. El personaje, entonces, está alienado, aislado, y eso se lo transfiere a su hijo, que quiere ser orador y así poder trasmitir el conocimiento de su espacio”, cuenta.

Naturalidad y verosimilitud

El guion, según expresa ella, es una hipótesis optimista de lo que se va a hacer. En el camino puede variar mucho según las circunstancias del espacio y la grabación. “Lo que hay que tener claro frente a estos casos es cómo quieres que sean los personajes, cuáles son sus motivaciones, y darles el estímulo para que lo alcancen”, explica. Además, “aprovechar lo que nos da el espacio, sublimar aquello que aparece para que calce con la coherencia del personaje y su búsqueda. Volverlo más personal”, dice. Y es que la naturalidad es una característica que Francesca persigue en cada una de las tomas y en el montaje en general. ¿Cuál fue el aprendizaje a nivel profesional? “La flexibilidad y alcanzar la capacidad de motivar a la gente del equipo en situaciones complicadas”, expresa. ¿Y a nivel personal?, le preguntamos. “La conciliación conmigo”, apunta.

La naturalidad y el deseo por buscar el nivel personal del proyecto llevó a Francesca a optar por personas que no se dediquen a la actuación para que formen parte del cortometraje. De esta manera llegó al caserío de Santo Tomás, ubicado a treinta minutos de Iquitos, a hacer un casting. ¿Por qué no trabajar con actores?, le preguntamos. “Para este tipo de historias es necesario contarlas con gente real, darles voz para que ellos cuenten sus historias. A veces los actores no te dan lo que te dan ellos: caras marcadas por el día a día. Eso le da verosimilitud a la narración y es lo que busco”, explica. ¿Y qué te aporta trabajar con gente sin experiencia actoral? “Es un reto hacerlos llegar a las emociones”, explica.

Para ello, ella y su equipo estuvieron tres semanas en Iquitos buscando niños en las calles y en colegios, hasta que encontraron a Wilson. “Cuando lo conocí sentí que no era la persona adecuada. Yo estaba buscando a un niño un poco más tímido y él no calzaba. Poco a poco, conversando con él, empecé a sentir su vulnerabilidad, era un niño que recién se había mudado, que se estaba integrando, buscando su lugar. Era perfecto para el personaje”, cuenta. Trabajar con Roover (el padre) fue un reto mayor dadas las características de su personaje, pero no sólo confió en el equipo, sino que también ayudó en parte del montaje ya que años antes había trabajado como escenógrafo en Lima.

Nominación y retos

El gran reto en la realización del cortometraje ha sido el presupuesto, más allá de trabajar en espacios que uno no conoce del todo. Fueron siete días de grabación con un equipo de catorce personas y Francesca invirtió todo lo que había ahorrado en su vida para llevarlo a cabo. Sin embargo, como es de esperar, siempre hace falta más dinero, especialmente en este momento en que se tiene que enviar la candidatura a la Academia, y que la competencia es muy grande para llegar a la nominación. Sea cual fuera el resultado, la experiencia de viajar catorce personas en un peque-peque con huecos, sacando el agua con lo que pudieran todos juntos, en plena oscuridad, y con un guía que les advertía no hacer mucho ruido por la presencia de caimanes vale el esfuerzo, según Francesca.

El reto de motivar al equipo, dirigir y hacer frente a muchas dificultades que aparecían en el camino, también. Como el último día de grabación, en que los mosquitos se los comían vivos y terminaron por explotar el único foco que quedaba prendido en la cabaña. Sin saber si habían logrado una buena toma, el equipo regresaba de ahí hasta el lodge donde se hospedaban desmotivados y cansados. Hasta que de pronto muchísimas luciérnagas empezaron a prenderse alrededor de ellos y alumbrar el camino a casa. Como una suerte de presagio. A continuación, un compañero encontraría un vino en su mochila para compartir con todo el equipo por el fin del rodaje, a la luz de la luna y con qué mejor banda sonora que la que da la selva.

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