Desde su estreno, el pasado viernes 13 de marzo, se ha posicionado como una de las películas más vistas de Netflix. Es decir, una favorita de los días de cuarentena. Dirigida por la prestigiosa documentalista Liz Garbus, cuenta el caso real, acaecido a inicios de la década que se va, de la desaparición de Shanna Gilbert y otras cuatro ‘escorts’ o prostitutas de lujo, cuyos pasos se pierden alrededor de la costa sur de Long Island, Nueva York.
Shanna domina todo el filme desde su ausencia, desde muchas señales y huellas que nos interpelan. Y el misterio se engrandece por las imágenes nerviosas, nocturnas y difusas, que, antes de los créditos, la presentan huyendo por un territorio cenagoso, presa del pánico ante las luces cegadoras de un automóvil. Son imágenes breves que nos ocultan un rostro, incógnita sobre las que girará todo lo que veremos después.
Pero primero una reflexión. El cine es un arte de mostrar, pero sobre todo de entrever, de velar, de auscultar. Y, quizá por eso, uno de sus géneros más nobles siempre ha sido el ‘film noir’, donde todo es interpretación y pista, imagen incompleta. Paradójicamente, lo que para la literatura es ‘menor’, para el cine es una cima de su expresión estética. Pues bien, sirva esta divagación para analizar mejor “Chicas perdidas”.
Por el argumento esbozado, parecería que se trata de la típica película de búsqueda de un cadáver, seguimiento a un asesino o juego de cazar al culpable. Ese tipo de cine existe y por supuesto que puede ser maravilloso. Si no, pensemos en un título tan genial como “Zodiac” (2007), que replantea el género y al cine mismo. Pero “Chicas perdidas” quiere trazar otro camino y, tras la búsqueda de la mujer no habida, propone otra cosa.
“Chicas perdidas” trata sobre una madre, más que sobre una hija. En ese sentido, todas las miradas recaen sobre una actriz, Amy Ryan, en una de las mejores actuaciones del cine norteamericano reciente. Ryan es Mari Gilbert, mujer entrada en años que pertenece a la clase obrera –la vemos en un turno de operaria de tractor, y en otro de mesera en un restaurante barato–. Tiene, además de su hija mayor Shanna –que ya no vive con ella–, dos hijas menores en la adolescencia, una de las cuales es bipolar.
Con el protagonismo de la madre, Garbus hace un hábil cambio del modelo del thriller o película de crimen. Si bien la pesquisa policial se realiza, esta queda en un justo segundo plano. El relieve está en la lucha de la madre por conseguir que el sistema –autoridades, policía– no sea indiferente. Mari debe enfrentarse a un enemigo ‘institucional’ y, sobre todo, a su propia condición proletaria, de ser humano prescindible para una sociedad que, en lugar de protegerla a ella y a su hija, prefiere olvidarlas.
Pero Garbus no hace un telefilme más que se basa en un caso real. “Chicas perdidas” usa, sabiamente, el poder de la imagen, ubicando a sus personajes no en el centro del encuadre, sino en posiciones no protagónicas: esquinadas, laterales, dejando al prominente espacio vacío ejercer un hipnótico influjo de desolación, fragilidad y olvido.
Garbus también tiene el logro adicional de eliminar cualquier tipo de truculencia o maniqueísmo: los defectos de Mari Gilbert –tan enérgica como a veces fría y nada empática con sus hijas– son evidentes, y su pasado es tan culposo como el del detective a punto de jubilarse que interpreta Gabriel Byrne.
“Chicas perdidas” no solo hace gala de una rigurosa observación en el perfecto equilibrio de cercanía y distancia; tiene, por último, una poesía agreste que saca provecho de la geografía marginal del paisaje norteamericano, esa que colinda con la expresión de desamparo más profundo.
LA FICHA
Título original: “Lost Girls”.
Género: drama, thriller.
País: Estados Unidos, 2020.
Directora: Liz Garbus.
Actores: Amy Ryan, Thomasin McKenzie, Gabriel Byrne.
Calificación: ★★★★.