La película más vista de Netflix en el Perú, estos últimos días, es una ópera prima del vasco Galder Gaztelu-Urrutia. Escrita por David Desola y Pedro Rivero, ha capturado las fantasías del ciudadano recluido en casa: cuenta la historia de Goreng (Iván Messagué), hombre de mediana edad que está confinado, junto a un sujeto que no conoce, en el piso de una torre herméticamente sellada, y debe sobrevivir a las pruebas extremas del encierro.
Desola y Rivero imaginan una estructura de poder vertical: en el centro de la torre hay un ascensor, y en el piso más alto está servida una gran mesa con abundantes platos de todo tipo de comida. Mientras el banquete va descendiendo, la pareja de cada piso solo tiene unos pocos minutos para comer. Mientras más abajo esté uno, menos restos de alimentos encuentra. Los pisos, entonces, simbolizan estancias sociales, donde los de arriba acceden a una alimentación más limpia y abundante.
La estrategia de Gaztelu-Urrutia es clara. Todo en el filme lanza a los gritos un mensaje sociopolítico obvio y subrayado, como puede entreverse desde la sinopsis. La emisión de esta simbología del poder llega desde el mismo diseño de esta claustrofóbica cárcel automatizada. Lo único que vemos fuera de ella es el restaurante lujoso donde unos elegantes chefs preparan la mesa que, en principio, debiera ser suficiente para todos.
El problema de “El hoyo” es que no parece haber espacio para nada que no sea un tópico o símbolo, tanto jerárquico como escatológico, que se restriega en la cara del espectador. Las parejas, mientras más abajo están, sufren hambre y son tentadas al canibalismo. Esto sucede por el egoísmo de los que están arriba, que no racionan los alimentos (ya que, en principio, la cantidad alcanza para todos los pisos).
Pero lejos de hacer pensar y de provocar el humor anárquico o la irreverencia, lejos de proponer situaciones y personajes que lleven a preguntas sobre el ser humano –como en su momento hicieron otros realizadores “naturalistas”, centrados en la naturaleza predadora del hombre, como Marco Ferreri, Luis Buñuel, o John Waters–, Gaztelu-Urrutia es superficial, moralizante, solemne, y trata de ser aleccionador.
Esto último se consigue con un planteamiento mesiánico de Goreng, el héroe, que a diferencia del resto de prisioneros es bondadoso, razonable, humanista, y ha pedido como único objeto de reclusión un ejemplar de “El Quijote” de Cervantes. Frente a él, vemos un desfile de personajes grotescos que componen un catálogo completo de fantasías morbosas: se pelean, se comen a otros, se sacan sus propias vísceras, se matan lentamente, etc.
“La película se queda en el plano de la redundancia y del mensaje pomposo”.
La lección moral es reiterativa: el hombre es egoísta y, por no saber distribuir los recursos entre todos, está condenado a destruirse a sí mismo. Para esto, es importante decir que en este “juego”, los prisioneros son movidos entre diferentes niveles, según la permutación elaborada por un demiurgo que no vemos. Así, todos están condenados a ser, una y otra vez, de clase alta y de clase baja, y de sufrir la crueldad que eso significa.
Quizá “El hoyo” sea una metáfora de nuestra época, una que hace eco de “Los juegos del hambre” (2012) y todo tipo de competición salvaje que no hace sino expresar, a un nivel ficticio, esa ley de la contienda bárbara y cruel. Una donde cada individuo es enemigo del otro, como entronizó tanto tiempo la ideología del neoliberalismo. Pero eso no basta. “El hoyo” se queda en el plano de la redundancia, del mensaje pomposo –no teme llenar los diálogos de pesadas líneas bíblicas–, y de primeros planos enfáticos y estridentes. El filme es una suma de recursos impactantes y manidos del horror más sangriento, de una técnica virtuosa pero banal, dirigida a un impacto sensorial tan efectista como olvidable.
LA FICHA
Género: horror, ciencia ficción, thriller.
País: España, 2019.
Director: Galder Gaztelu-Urrutia.
Actores: Iván Massagué, Zorion Eguileor, Antonia San Juan, Emilio Buale.
Calificación: ★1/2.