En los territorios comprendidos entre el mar Mediterráneo y el valle del río Jordán, entre el río Litani y el Néguev, una historia de conquista y expulsión alcanza los cuatro mil años de antigüedad. Es la tierra que prometió Yahvé a los judíos, pero que se vio también ocupada por babilonios, romanos, bizantinos, otomanos o británicos. Tierra santa para tres religiones, la judía, la musulmana y la cristiana, se trata de territorios que han conocido la convivencia pacífica tanto como dolorosas peleas fratricidas.
El adjetivo fratricida no es gratuito: israelíes y árabes, pueblos hoy nuevamente en conflicto, provienen, según la Biblia y el Corán, del mismo padre Abraham. Sus hijos, Ismael (que significa Dios me escucha) e Isaac (el hijo de la promesa), son ancestros de los ismaelitas y del pueblo de Israel, respectivamente. El primero es el hijo que el patriarca tuvo con Agar, su sierva egipcia. El segundo, el que alumbró su esposa Sara, 13 años después. Sobre ambos recae la antigua controversia sobre cuál resulta el legítimo primogénito, y para quienes intentan sacar conclusiones fácticas de los textos sagrados, se encuentra una de tantas justificaciones para definir la propiedad de aquellos territorios.
Como advierte Veronique Lecaros, teóloga y docente de la Universidad Católica, tanto la Biblia como el Corán no pueden leerse como textos históricos, sino como mitos fundadores que buscan expresar las ideas ancestrales de ambos pueblos. Quien lea ambos libros podrá advertir cómo comparten buena parte de sus personajes, aunque protagonizando historias distintas y narrados con diferente enfoque.
En el Corán, por ejemplo, Abraham es visto como un eslabón en la cadena de profetas que comienza con Adán y culmina en Mahoma. El libro sagrado del islam muestra al patriarca inclinado a favor de Ismael como su primogénito, mientras la tradición judeocristiana le da su preferencia a Isaac. En la Biblia, Isaac es el elegido para el sacrificio de Abraham, mientras que los islámicos creen que fue Ismael quien estuvo en tan difícil trance.
En el relato bíblico, la cuestión sobre la preeminencia entre ambos hermanos se resuelve ya con una expulsión: Ismael es echado junto a su madre del hogar de Abraham al supuestamente menospreciar a Isaac. En el Génesis 21:9-10, está escrito: “Pero Sara vio que el hijo que Agar la egipcia le había dado a Abraham se burlaba de Isaac. Entonces fue a decirle a Abraham: ‘¡Que se vayan esa esclava y su hijo! Mi hijo Isaac no tiene por qué compartir su herencia con el hijo de esa esclava’”.
Madre e hijo vagaron por el desierto de Beerseba, donde estuvieron a punto de morir, hasta que un ángel les indicó el camino hacia una salvadora fuente de agua. “En cuanto al hijo de la esclava, yo haré que también de él salga una gran nación”, dice el Génesis, 21:13. Según el Corán, Ismael creció y se fortaleció en el desierto de Parán al sur de Canaán. Se casó con una egipcia, fundó Ismailia y fue padre de 12 príncipes, cuyos descendientes se establecieron entre la frontera de Egipto y el Golfo Pérsico.
¿Cómo entender un relato mítico basado en la disputa de dos hermanastros por su legitimidad? Para Lecaros, es preciso entender que la figura de Isaac en los relatos bíblicos empieza a formarse en el siglo VII antes de Cristo, mientras que el personaje de Ismael recién es recuperado por Mahoma al escribir el Corán, en el siglo VI, mil años después de los legendarios acontecimientos. Por ello, la experta es clara al enfatizar que no podemos decir que ambos mitos se hayan desarrollado en paralelo, o que de ellos surgieran disputas en la antigüedad.
Lugares santos
Para la teóloga franco-peruana, para los cristianos puede resultar complejo comprender la preeminencia que despierta Jerusalén en judíos y musulmanes, puesto que, a diferencia de estas dos grandes religiones, el cristianismo no se aferra a lugares determinados como centro de su fe. “Las peregrinaciones cristianas no resultan una obligación. Podemos ir donde deseemos, a Jerusalén, a Roma, al camino de Santiago o al señor de Ayabaca. Para los musulmanes y judíos, en cambio, se trata de un pilar en sus creencias”, explica.
Un vínculo espacial que se plasma en la manera de orar: los musulmanes dirigiéndose a La Meca, los judíos mirando a Jerusalén y los cristianos sin una orientación definida, apelando a la reflexión interior. Este aspecto de la fe cristiana se basa en el testimonio recogido en el evangelio de Juan 2:19 “Jesús les contestó: ‘Destruyan este templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo’”, refiriéndose a su propio cuerpo como lugar sagrado.
Leer lo sagrado
Para los judíos, el punto de no retorno en su historia tiene que ver con la diáspora tras la rebelión de Bar Kojba, en el siglo II después de Cristo. Se trata de una revuelta popular detonada por la intención del emperador romano Adriano de construir en Jerusalén el templo a Júpiter. Como explica Lecaros, si bien son diversas las diásporas que ha conocido el pueblo judío en su historia, como las previas en Egipto o Babilonia; sin embargo, esta marcó un punto de inflexión: Adriano prohibió a los judíos vivir en su territorio, mandato que se impondría por siglos.
“Lo que resulta excepcional es cómo el pueblo judío por siglos pudo haber mantenida viva su fe, y su apego a Jerusalén”, recuerda la teóloga. Son diversos los textos de la Biblia que ratifican este compromiso con la memoria, entre los que podemos destacar el Salmo 137:5-6. “Si me olvido de ti, oh Jerusalén, que olvide mi diestra su destreza. Mi lengua se pegue a mi paladar si de ti no me acuerdo, si no enaltezco a Jerusalén como preferente asunto de mi alegría”.
Fue justamente para borrar la memoria del pueblo judío con su tierra y su ciudad santa, que tras reprimir la rebelión el emperador de Roma cambió los nombres de Judea y de la ciudad de Jerusalén. A esta unidad administrativa romana la renombró como Palestina, que significa “la tierra de los filisteos”, una forma de ganarse al pueblo más hostil contra los israelitas, mientras que la capital de los judíos pasó a llamarse Aelia Capitolina. “La mayoría de los pueblos de entonces fueron asimilados; sin embargo, los judíos supieron mantenerse unidos a lo largo de los siglos”, señala la investigadora.
Siglos después de la diáspora, fueron los cristianos los que persiguieron a los judíos con la acusación del deicidio. “Decíamos que ellos habían matado a Dios, lo cual es un absurdo. Cuando los reyes católicos ordenaron en 1492 la expulsión de los judíos de España, estos se dirigieron a las regiones de África del norte, a Turquía, a Estambul. Judíos y musulmanes vivieron juntos sin problemas”, recuerda Lecaros.
Para la teóloga, si hay tensiones entre musulmanes y judíos, se trata de un conflicto relativamente reciente, si se compara con siglos de anterior convivencia. No se trata, pues, de una pugna perpetua por estos territorios, como señalan versiones que descontextualizan los textos bíblicos con el interés de mostrar la región como un lugar inviable para la paz.
Dentro de esa retórica belicista, un argumento que se repite entre sectores más conservadores es el que considera a los palestinos como descendientes directos de los antiguos filisteos, los más acendrados enemigos de Israel. “Hay una instrumentalización de los mitos que me parece muy peligrosa, y hacer pasar a los palestinos como filisteos es una de ellas. ¡Fueron un pueblo de hace tres mil años, es algo absurdo”, dice Lecaros.
Para la investigadora, si bien tanto en la Biblia como en el Corán abundan las escenas de violencia, estas deben leerse desde su sentido simbólico. “Es muy peligroso usar la Biblia para justificar la violencia, eso es fundamentalismo. La paz solo podrá construirse si salimos de la lectura literal de los textos sagrados. Hay que interpretarlos de otra manera, valorando su trasfondo de sabiduría y espiritualidad”, recomienda.
Es interesante profundizar en la relación entre Ismael e Isaac. Según los escritos, el patriarca de los musulmanes tuvo una hija, que vino a ser esposa de Esaú, el hijo de Isaac. Asimismo, ambos sepultaron juntos a su padre Abraham. Gran símbolo para hablar de una paz posible.