Foto: Wikipedia.
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Héctor López Martínez

Nacido en 1873, el ciudadano japonés Seikuma Kitsutani llegó a Lima en 1901. No era un inmigrante común, pues venía provisto de un capital que le permitió abrir casi inmediatamente un negocio en la calle Plateros de San Agustín. Era el típico bazar donde se podía encontrar una gama variadísima de productos. Kitsutani prosperaba rápidamente. Era un hombre educado, de finas maneras, vestido con elegancia. Pronto fue una figura conocida y bien recibida en los más respetados ambientes del gran comercio, la Banca y la naciente industria nacional. Vivía en un chalet de la entonces hermosa Quinta Heeren donde recibía, con gran señorío, a sus numerosas amistades en tertulias y saraos.

Para la creciente y laboriosa comunidad japonesa que mayoritariamente había cumplido ya sus contratos para trabajar en las grandes haciendas de la costa y venía a Lima o iba a otras ciudades del país para iniciar negocios de la más variada índole, Seikuma Kitsutani era un ejemplo a seguir, alguien quien los prestigiaba y enorgullecía. Recordemos que en las primeras décadas del siglo XX el rubro de bazares, grandes y pequeños, así como de peluquerías esparcidas por todos los distritos capitalinos, estaba en manos de súbditos nipones.

Con el correr de los años Kitsutani tuvo una cadena de bazares y con gran frecuencia anunciaba las novedades en venta colocando destacados avisos en El Comercio. Pronto también incursionó en la industria, instalando una fábrica de muebles de bambú en la calle de San Pedro, con personal japonés y peruano. La calidad de los productos, su magnífico acabado, eran notables, pero el negocio no fue rentable, dejaba pérdidas que se acentuaron a partir de 1923.

Seikuma Kitsutani. Foto: Wikipedia.
Seikuma Kitsutani. Foto: Wikipedia.

Kitsutani capeó el temporal económico y en 1925 emprendió el negocio que a la postre lo arruinaría: exportó a su patria lana de auquénidos comprada en Arequipa. Todo lo hizo bien, no se descuidó ningún detalle, pero dos gravísimos siniestros le produjeron pérdidas irreparables. Un terremoto asoló Yokohama provocando grandes incendios, uno de los cuales dejó en cenizas los depósitos de Seikuma, donde tenía lana valorizada en treinta mil libras esterlinas. Otro importante cargamento, cuyo costo pasaba las cuarenta mil libras, también se perdió al incendiarse en alta mar el vapor Anyo Maru que lo conducía al Japón. Para mayor problema los seguros crearon conflictos, hubo que ir a juicios y el desastre económico fue inevitable.

Debemos añadir un asunto que hundió anímicamente a Kitsutani. Muchos de sus modestos compatriotas, de Lima y del Callao, desconfiaban de las instituciones bancarias dándole en custodia sus ahorros alcanzados con esfuerzo y sacrificio. Un hombre honesto, que siempre actuó con buena fe, era víctima de la fatalidad y solo le quedaba salvar su honor. En la mañana del viernes 24 de febrero de 1928, según informó El Comercio en su edición de la tarde, el señor Kitsutani se suicidó en el salón principal de su casa cortándose el cuello con una navaja de afeitar. Dejaba dos cartas explicando las causas de su trágica decisión.

En Lima hubo un revuelo terrible. Muchas personas daban una versión equivocada o interesada del drama. Hubo gentes que difundieron el maligno rumor que Seikuma Kitsutani, a lo largo de los años, había derivado fuertes sumas de dinero a bancos nipones en beneficio de su esposa, hijo y hermano menor. Ellos habían regresado meses antes al Japón porque Seikuma no quería que fueran testigos del desastre que se avecinaba. Lo cierto era que los familiares del desaparecido comerciante y empresario solo contaban con una pequeña suma de dinero y cuando ésta se terminó comenzaron a pasar grandes apremios y carencias. Hasta ellos llegó el eco de las protervas murmuraciones que circulaban en Lima, donde se decía que llevaban una vida fastuosa. Para desmentir el infundio, siguiendo los dictados del fatum familiar, tomaron una determinación pavorosa. Escribieron y firmaron una larga y meditada carta en cuya parte final decían que se quitaban la vida por vergüenza y para no pasar hambre. Cumplieron su acuerdo en setiembre de 1929. Este fue el colofón de la historia de un hombre y su familia que rindieron acendrado culto al honor.

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