"Asociación ilícita" de Leonardo Aguirre [CRÍTICA]
"Asociación ilícita" de Leonardo Aguirre [CRÍTICA]

Ciertos lanzamientos editoriales están destinados al griterío, al descrédito o al escándalo desde los previos. Algunos culpables que se sienten afectados o acorralados por lo que emergerá a la superficie se rasgan las vestiduras, segregan cianuro espumoso a diestra y siniestra o arremeten contra el atrevido en varios frentes de batalla. Es obvio que esta descalificación solo es un acicate para despertar el interés morboso de la tribuna, ávida de sangre. Un copioso nú- mero de ejemplares vendidos siempre vale cualquier insulto o garrotazo. Asimismo, luego de la publicación, sobreviene la andanada de juicios, algunos ponderados, y otros bastante destemplados.

“Asociación ilícita” de Leonardo Aguirre (Lima, 1975) ha atravesado por estas etapas, una a una. Desde que se anunciara su existencia, a través del boca a boca o el correveidile, un reguero de inquietud comenzó a recorrer nuestra opaca aldea. Los rumores llegaron a un consenso: Aguirre, narrador y crítico, estaba a punto de darles una estocada en el corazón tanto a los egos como a la inmaculada imagen que aún se pretende construir, ingenuamente, en torno de los escritores. Se trataba, a decir de las entrevistas que el autor brindara, de un extraño compendio de los pecados que han caracterizado a este turbio conventillo de las letras. En el libro medran a su antojo altísimas cuotas de enemistad eterna, pendencias, delatores de doble o triple moral, delincuencia, envidia galopante y ponzoña por litros. Lo que parece haber enfadado a más de un exégeta es que el nutrido volumen no parece seguir un rumbo u orden precisos. Hasta se le ha exigido una absurda exposición de motivos a la empresa.

En principio, no hay una hoja de ruta aparente que ofrezca un norte definido; tal sensación se diluye a medida que la lectura de los veinticuatro capítulos avanza, merced a una abundancia de dislocados puntos de vista. El procedimiento adoptado por Aguirre determina su propio orden: está construido –superando distancias temporales y propósitos– al modo de los ‘centones’ grecolatinos, esos textos que, para delicia del público enterado, se armaban con fragmentos de obras precedentes, reconocidas e idolatradas por el sistema de su época. Pero Aguirre ha efectuado su excéntrica labor hilvanando una serie de testimonios de periodistas, autores –o, simplemente, opinólogos– sobre esta corte inefable, paté- tica y contradictoria por lo alto.

Más de uno de los textos mejor cohesionados busca aclarar en clave paródica misterios o mitos urbanos elaborados alrededor de figuras canónicas como Valdelomar, Chocano o Heraud, o de escribas marginales: el militante senderista Hildebrando Pérez Huarancca, a quien se le atribuye haber dirigido la carnicería de Lucanamarca por encargo de Abimael Guzmán. También resulta de interés el perfil polifónico a propósito del siempre cuestionado Guillermo Thorndike, que se asemeja al de Charles F. Kane en la mayúscula cinta. En cuanto a César Calvo, la semblanza hace honor a su leyenda de esforzado conquistador de mujeres, especialmente damas de sociedad casadas, que sucumbían ante las destrezas amatorias del gran poeta, un secreto a voces. Y absolutamente nada de lo anterior pone en entredicho el talento superlativo para la creación de la mayoría de estos personajes, de sitial asegurado en el canon. Son humanos.

En resumidas cuentas, Aguirre, con el concurso de amplias notas a pie de página, aguijonea mediante descontrolado animus iocandi a tirios y troyanos. Ni siquiera la academia, muy dada a tomarse en serio su misión pontificadora, se salva. Es la aconsejable forma de leerlo: con la franca sonrisa en ristre. Dicen que a los genios se les perdona todo; no así a la escoria sin brillo, olvidable, también presente con afán democrático en el volumen.

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