“No hay vacío. El vacío es la nada, el agujero del ruido, como diría mi padre. Lo que hay es una vigorosa presencia en una etapa superior de la vida”, dice Luis Jaime Cisneros Hamann (58) mientras contempla algunas fotografías del extraordinario lingüista, catedrático, escritor y periodista que nos dejó en enero del 2011, al borde de los 90 años de vida.
De una vida consagrada, desde 1948, a la formación educativa de generaciones enteras que encontraron en Luis Jaime Cisneros Vizquerra (1921–2011) la brújula perfecta, esa que activa los imanes del conocimiento y la sabiduría con asombrosa precisión. Su hábitat natural era el aula, sin duda, donde ejerció durante más de sesenta años con inteligencia, sencillez y ese invaluable sentido del humor. Pero una vida tan rica tenía que comprometer otras facetas.
—Humanum est—
“A veces me reunía con Gody de Szyszlo, una de las mentes preclaras de mi generación, en la Peña Pancho Fierro que quedaba frente a la iglesia San Agustín. O en el Negro-Negro [famoso bar de la plaza San Martín]. Hasta que llegaba Sérvulo [Gutiérrez] en tal ‘bomba’ que malograba las cosas. Una vez me encontré con Martín Adán a las siete y media de la mañana en un bar entre Pardo y Atahualpa, yo me iba a Lima a dictar clases y él me ofrecía un pisco. ‘Rafael’, le decía, ‘tengo que dictar clase’, y él se resentía”, recordó alguna vez.
Teniendo a la ironía como parte de la salud espiritual, al ajedrez y los geniogramas como pasatiempos favoritos, Cisneros recibió con reservas la irrupción de Internet. Ni apocalíptico ni integrado: negado. “¿Internet? ¿Qué es eso? ¿Acaso una lisura?”. Así las cosas, nunca dejó su máquina de escribir Olivetti, cuya metralla repiqueteaba a cualquier hora del día. Tampoco aceptó llevar consigo un celular porque, además, detestaba ser interrumpido en medio de una conversación y, mucho menos, cuando comía.
“El colegio ha terminado por privilegiar Internet, los alumnos están llenos de información pero no conocimiento, así se encumbra la memoria mas no la inteligencia”, explicaba el maestro Cisneros, apasionado lector de Góngora y Quevedo. “Alguna vez lo escuché recitar a Góngora en un almuerzo con un amigo suyo. El mismo poema los dos, una estrofa intercalada cada uno. En su mesa de noche siempre había un libro de Borges, cuya muerte lloró a mares, y uno de poesía, cualquiera fuese el autor”, dice su hijo.
—Melodía y fe—
Tan cultor de libros como de amigos, alguna vez le pidieron un listado de estos últimos y nombró “a los que se hacen extrañar: Felipe Mac Gregor, Carlos Cueto Fernandini, Hubert Lanssiers, Raúl Porras, Víctor Andrés Belaunde, Aurelio Miró Quesada, Sebastián Salazar Bondy, Alberto Escobar, Javier Sologuren, Emilio A. Westphalen y Wáshington Delgado. Y es gracias a mi amistad con Gustavo Gutiérrez que mantengo viva mi fe”.
Musicalmente dúctil, alternando la escucha de los clásicos de siempre con Los Beatles, “excepto el heavy metal, que no soporto”, consideraba a la música tan útil como un diccionario. “Mis nietos estudian flauta, guitarra. Yo he tocado violín y piano. Mi hijo toca el violín también. Eso es tan importante como la política”, decía. A propósito, ¿qué opinaría de quien nos gobierna actualmente? Responde su primogénito: “Para referirse a PPK es probable que hubiera recurrido a una palabra que le escuché desde mi niñez y cuyas raíces siempre me sorprendieron: es un papanatas”.