Decir que la muerte nos iguala es una gran mentira. En nuestro país, la muerte discrimina, marca descaradamente las diferencias de clase. Prueba de ello es el libro “Algo nuestro sobre la tierra”, en el cual el periodista Joseph Zárate se pone el traje protector y se sube a la camioneta del equipo responsable de recoger los cadáveres fruto de la pandemia, en los primeros meses de la emergencia sanitaria, cuando el Perú alcanzaba la mayor tasa de mortalidad por COVID-19 en el mundo. Atento al protocolo del trabajo funerario, Zárate carga los cuerpos envueltos en sus bolsas plásticas, recorriendo casas de El Agustino, San Martín de Porres y Comas, distritos que arrojaban las cifras más altas de contagios y de muertes.
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Mientras reporteaba, su madre le llamaba para decirle que sus tíos habían muerto por el COVID, uno en Pucallpa, el otro en Lima. En esta historia de dolor compartido, el reportero también recorre hospitales, agencias funerarias, crematorios y cementerios de Lima, compartiendo con las personas que se quedaron sin trabajo, los que no tienen seguro médico, los que no pueden costearse un balón de oxígeno. Y en el proceso de triste escritura, el autor cuestiona y desmitifica la idea errada de que la muerte visita a todos por igual, en democratizadora elección.
Sin embargo, como advierte Zárate, la pandemia no ha sido solo tragedia y miseria. También ha sido una oportunidad para reivindicar el amor y la solidaridad. Dolorosamente delicado, como puede serlo una urna con cenizas, el periodista de 35 años ha escrito este libro como un ritual para enfrentar esa fatal lotería.
–Buena parte de los protagonistas son personas “invisibles”, migrantes venezolanos, dedicados a recoger a los muertos de casas y hospitales para llevarlos a centros de cremación...
En “Diario del año de la peste”, Daniel Defoe dice que las personas más pobres, más precarizadas, finalmente fueron las que se encargaron de recoger los muertos en la epidemia de 1665. Ese patrón se repite. Yo quería en este libro darles una oportunidad. Si en los medios de comunicación acostumbramos a juzgar a los venezolanos, aquí son ellos los que nos miran a nosotros. Hay un coro de trabajadores venezolanos que llevaban los cuerpos a los crematorios, y que no solo cuentan su experiencia, sino que reflexionan sobre cómo ellos nos ven, lo que piensan de la relación con nosotros. Cuando los entrevistaba, advertía en su manera de ser una alegría, una elocuencia para reivindicar la vida por sobre toda la precariedad sufrida.
–¿Y cómo crees que los peruanos pasamos ese examen?
Diría que terminaron decepcionados de nosotros. Su trabajo no ha sido reconocido lo suficiente. Siguen siendo mirados por encima del hombro.
–Un tema importante del libro es la postergación del rito fúnebre, la imposibilidad de despedirnos de nuestros difuntos. ¿Crees que esto nos pasará factura en algún momento? ¿Ves un trauma social posible?
Creo que sí. No soy psicólogo social, pero por la experiencia que he tenido entrevistando a muchas de estas personas, estoy seguro de eso. De súbito, hemos vivido un brutal momento en la historia. Ves entrar a tu familiar a UCI, no sabes de él por tres semanas y, de pronto, te llaman para decirte que lo van a incinerar para luego entregarte una cajita. Y ni siquiera tienes la certeza si esas cenizas eran realmente de tu familiar. Yo tuve la oportunidad de acompañar a los hombres que entregaban las cenizas, y para mí fueron los momentos más conmovedores, incluso más que recoger los cuerpos. La importante de dar sepulta a nuestros difuntos es muy fuerte en nuestra cultura. Es seguro que habrán secuelas después de esto, pero aún no podemos calcularlas.
–¿Cuál es tu balance de la manera en que desde los medios se ha cubierto el tema de la pandemia?
En los primeros meses, sobre todo en la prensa televisiva, había un regodeo en mostrar de una manera irrespetuosa, las muertes que sucedían en los barrios, en los pueblos jóvenes, en las casas donde se colgaban las banderas blancas, donde vivía gente que no tenía para comer. Entraban a las casas sin pedir permiso, para filmar. Había una obsesión por esas historias, vistas desde un lado miserabilista. Básicamente era pornografía de la muerte. La aproximación del reportero hacia la realidad debe ser poniéndose en el lugar del otro. Cuando un reportero deja de interesarse por la humanidad del otro, mejor es que cambie de chamba.
–Desde el inicio, el gobierno utilizó la guerra como metáfora para combatir la pandemia. Metáforas que no son ingenuas, pues sirven para esconder determinadas realidades y despertar determinadas emociones. ¿Estuvo bien asumir esa retórica militar?
Mientras escribía el libro, llevé en San Marcos el curso de “Literatura y pandemias”, como alumno libre del estudioso Marcel Velásquez. Justamente hablábamos de cómo las metáforas han ido evolucionando en la historia. Antes, la peste era considerada un castigo divino, aún no había una conciencia científica. Más adelante, cuando se desarrolla la bacteriología en el siglo XIX, se empieza a ver las epidemias de otro modo. Es en el siglo XX que se comienza a consolidar la metáfora de la guerra para enfrentar las epidemias. Susan Sontag decía que esas metáforas te permiten unir a los ciudadanos para hacerle frente a un enemigo común, sin embargo, para mí su uso es peligroso: te hacen creer que el virus es un extraterrestre que ha llegado a invadirnos desde el exterior, cuando en verdad su causa está en nuestras acciones, en la depredación de los hábitats de los animales. Asimismo, estas metáforas te llevan a la estigmatización: las personas que se contagiaban de COVID eran aisladas, rechazadas, convertidas en el enemigo. Ese es el peligro de una narrativa simple y fácil de entender, pero que esconde otros peligros.
–¿Terminada la dolorosa escritura, cómo sales de esta historia?
He estado pensando mucho en eso. Cuando hice estas primeras historias para IDL Reporteros, lo hice por un sentido del deber: estar en un momento único en la historia y contar lo que estaba pasando fuera de nuestras casas. Cuando hago reportería sobre temas tan fuertes, algo en mí se desactiva para exponerme ante la realidad. Durante varios días, fui con estos hombres a recoger los muertos, luego fui a muchos entierros ajenos para conversar con las familias. Pero escribir supone no solo trascribir esa experiencia, sino también procesarla interiormente, intentar darle un sentido al caos. Y ese proceso me afectó. Conforme fueron pasando los meses, me di cuenta que atravesaba un episodio depresivo. Afectó mis relaciones, mi propio trabajo. Afortunadamente salí de eso. Me di cuenta de lo importante que significa tener una red de solidaridad. Como decía el Padre Chamo, laico terciario venezolano, el único autorizado por el párroco a celebrar el ritual de las exequias en el cementerio Mártires del 19 de Julio, en Comas: “Conviene tener a alguien cerca siempre”.
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