El universo del periodismo, observado desde el mismo vientre de la hidra, es un fruto demasiado tentador y apetecible para permitir que el viento del olvido lo arrastre. Desde los tiempos de “Conversación en La Catedral” –con ese protagonista ahora fatigado por las insoportables referencias ‘cultistas’– las aguas corrieron, tormentosas y oscuras. Para las nuevas camadas de narradores, el asunto persiste, sobre todo entre aquellos que también practican o practicaron el oficio en una neurótica y visceral sala de redacción. La mezcla de químicos orgánicos que la prensa diaria genera es un auténtico coctel que transforma a hombres y mujeres en seres hipersensibles, solidarios, pero obligados a integrar una maquinaria frente a la cual solo el ‘piloto automático’ o una cuota de frío cinismo los salvan de la total alienación.
Esas parecen ser las premisas alimentadoras de “Manual de yoga”, novela corta del escritor Ernesto Carlín (Callao, 1974) con la que resultó finalista del Premio de la Cámara Peruana del Libro en el 2013. Desde “Falso al amanecer” (1999), su primer libro, ha emprendido una obra que lo convierte en autor de perfil alternativo, pues no participa de las corrientes o tendencias celebradas hoy por el gusto mediático. Su dedicación a los trajines aludidos –labora en la agencia Andina, además de ejercer la docencia universitaria– implica un material oportuno para nutrir el impulso de crear correlatos imaginarios partiendo de una experiencia real, sin aproximarse en absoluto a la hoy en boga autoficción. Carlín, vía sus afilados recursos, construye un texto verosímil acerca de un grupo de cronistas, todos de origen latinoamericano, que viajan a un innominado país del Lejano Oriente invitados por una igualmente etérea organización. Podría tratarse tanto del Japón como de Corea del Sur o Taiwán. En efecto, el escenario se asemeja más a una superposición de esos países, saturados de tecnología de punta, orden y altísima calidad de vida. Los huéspedes parecen provenir de análogas canteras: corporaciones noticiosas de sus tercermundistas naciones de origen que suelen recibir estos ‘generosos ofrecimientos’ a cambio de una cobertura positiva sobre las bondades locales. Y cada uno de los turistas es un espécimen representativo del hastío, desánimo o agotamiento coronado por monumentales pantallas de TV en lujosas habitaciones de hotel.
Sin embargo, el aspecto mejor trabado de esta viscosa historia es la relación entre el peruano Sevilla y la mexicana Lupe. Guiados por ‘afinidades electivas’ atracción erótica y un sentido del humor cáustico –en torno de los mitos de la profesión– establecen una suerte de alianza estratégica que les permitirá, por unos días, paliar la sensación de vacío que los asfixia y se amplifica por el evidente choque cultural. Ese elemento se evidencia sin necesidad de que los agentes lo expliquen con vacuas declaraciones: emana de la atmósfera claustrofóbica y enrarecida a veces por olores corporales –un detalle recurrente, así como el de la anatomía dada al abandono–. Ello cobra patético vigor cuando estos socios se pierden en la ciudad, porque no llegan al vehículo que los transporta por diversas locaciones junto con el resto del tour. Recalarán, para no pasar la noche a la intemperie, en el ambiente de un modestísimo hospedaje que abandonan sin pagar.
Carlín acierta al sugerir –sin impostaciones, solo con pinceladas– la fragilidad de estos humanos itinerantes, que sufren un desarraigo interior apenas atenuado por la ingesta de pastillas tranquilizantes y las rutinas del yoga –en el caso de Lupe–. Aquel magma fluye a través de un relato en tercera persona que, en el desolado cierre, deriva hacia el yo: un Sevilla que asume la enunciación de retorno a Lima, alejado quizá para siempre de su casual compañera de infortunios.