Un muchacho con la camisa fuera del pantalón. Esa es la imagen que viene a la mente de Pierre Castro cuando evoca a algunos de sus héroes literarios: Holden Caulfield, de “El guardián entre el centeno”;
Manongo Sterne, de “No me esperen en abril”; y ‘Pichulita’ Cuéllar, de “Los cachorros”. Aunque no existen fuera de los libros, a ellos les dedicó su segunda colección de cuentos, “Orientación vocacional” (Paracaídas, 2015), la cual llevó a la ficción sus recuerdos escolares.
Las suyas son historias de la efervescencia adolescente –de la amistad, del sexo, del amor, de salvajes que le incendian a uno la carpeta–,
relatos breves en los que el colegio se desarregla el uniforme y reniega de esa apariencia gris con la que ha solido aparecer en las fotos de
la literatura peruana.
“Lo que uno más aprende en el colegio no es lo que le enseñan en las aulas; es lo que le sucede con los amigos, con las chicas, lo que le sucede cuando sale del colegio y se va con sus amigos por ahí”, dice Castro. Para él, la del colegio es la etapa de las primeras veces. Y la
primera vez que él leyó “Los cachorros”, de Mario Vargas Llosa, tenía más o menos la edad de su protagonista, unos 14 años.
“Me identifiqué con ‘Pichulita’. Cuando llegué al colegio en Lima, yo también me sentía asustado; era enamoradizo, pero me daba miedo
hablarles a las chicas”, dice. Lo mismo le ocurre a Billy, uno de los personajes de “Orientación vocacional”: puede ser el primero de la
clase en rescatar a la princesa, jugando Super Mario Bros. 3, pero acercarse a la niña que le gusta es una hazaña demasiado grande.
—La mala educación—
En los cuentos de Pierre Castro, los conflictos y los descubrimientos
cotidianos recubren el mundo de la escuela con la atmósfera festiva de
un quinceañero. Un enfoque inusual en la narrativa peruana. “He encontrado textos que tienen como referente el ambiente escolar
o el maestro. Pero siempre es una mirada apesadumbrada, no hay una imagen celebratoria de la escuela”, dice Jorge Eslava, escritor y educador, en una terraza adornada con juguetes de
madera.
Él lo ha constatado en sus lecturas y en el testimonio de otros autores: en general, la escuela proyecta un recuerdo sombrío. Largas horas en un ambiente cerrado, antinatural para el niño, un reglamento bastante más estricto que las normas de la casa, la separación de los
vínculos afectivos del hogar. “[El colegio] es un duro aprendizaje de lo que va a ser la vida”, dice Eslava, quien ha sido profesor en Los Reyes
Rojos y hoy es uno de los autores más queridos de la literatura infantil y juvenil en el país.
La escuela impone dinámicas de poder, que oprimen en la literatura. “No debería sorprendernos que los primeros escritos de Vargas
Llosa le sirven para exorcizarse de la escuela”, opina Eslava. “Los jefes” está ambientado en un colegio nacional de Piura; “La ciudad y los perros”, en una escuela militar; “Los cachorros”, en un colegio religioso, de chicos pitucos. Vargas Llosa pone los ojos en la escuela en los tres ejes que forman la sociedad: lo civil, lo militar y lo religioso, agrega Eslava. “Y los tres ejes erosionados por su literatura, porque ninguno de sus cuentos es amable. Son cuentos desgarradores,
con culpa, hasta con contrición”.
Este aspecto de la obra de Vargas Llosa guarda relación con la manera en que él aborda el realismo, señala Carlos Garayar, también escritor y profesor de Literatura: una en la que el héroe se enfrenta a la sociedad, pero no puede vencer. Sin embargo, no se trata solo de una cuestión personal del Nobel; es una marca de su generación, para la cual la escuela –a lo sumo– despierta rebeldía. “En ‘La ciudad y los perros’, lo más intenso, las peripecias vitales, se dan fuera del colegio.
Algunos personajes, como el Jaguar, ya vienen hechos, ya son hombres. El colegio les resulta siempre estrecho. Lo único que aporta
es imposición”, dice.
En “Los ríos profundos”, otra gran novela de la época, José María Arguedas también presenta el colegio como un lugar de reclusión. El internado al que asiste Ernesto, el protagonista, es el espacio de lo abyecto: la discriminación, la violación de la opa Marcelina. Lo vital bulle afuera del colegio: la rebelión de las chicheras, la naturaleza, el amor positivo. “Cuando hay sentimientos puros adentro, evocan lo que está afuera”, dice Garayar.
—Una puerta abierta—
La experiencia de encierro, con la que se vincula al colegio, volverá a aparecer más tarde, en libros de Alfredo Bryce Echenique como
“Huerto cerrado” y “No me esperen en abril”, pero con un tono distinto, impregnado de ternura. Un cuento de “Huerto cerrado” le gusta en especial a Jorge Eslava: Manongo, el protagonista, pasa
el fin de semana en el colegio, castigado, furioso por estar lejos de su enamorada. Entonces tiene la oportunidad de conversar con un maestro, incomprensible para todos. Así descubre cuál es el motivo de la amargura del profesor.
“Es un hermoso cuento de descubrimiento del otro. Es una epifanía de lo que significa la vida, siempre con manchas del pasado”, afirma. En
cierto modo, el vínculo que se establece entre el maestro y el alumno al final de este relato sugiere lo que el colegio no ha sido en la mayoría de los casos y que está llamado a ser. En palabras de Jorge Eslava: “Una acumulación de afectos, un tramado de afectos y de curiosidad”.
—Escuela y escritura: la construcción de la casa—
Este 2018, “La casa de cartón”, de Martín Adán, cumple 90 años. Se trata de una obra excepcional en la literatura peruana, y no solo por su belleza y por su audacia, sino por su particular vínculo con el mundo del colegio. Según recuerda Jorge Eslava, en esta novela poemática está presente la escuela por partida doble. En primer lugar, aparece como una referencia en la historia. El protagonista es un adolescente que se burla de la escuela, de los profesores y de las notas.
En segundo lugar, aparece en su confección: el libro nació como un ejercicio de redacción encargado por su profesor de Castellano en el
colegio Alemán.