La historia es a la vez tan simple y desopilante que parece de ficción. Ficción como decir falsa, y también como decir fantasía. Recuerda, por ejemplo, a ‘Tintín en el País de los Soviets’, donde un vehemente muchacho de la Europa occidental se trepa sobre una avioneta, y tras burlar las más recias medidas de seguridad, logra huir del temible imperio comunista. En el cuento que ahora recordamos sucede lo mismo, pero al revés: aquí el chico se trepa a una avioneta, penetra la Cortina de Hierro y, tras burlar las más recias medidas de seguridad, logra llegar y posarse en el mismísimo corazón del temible imperio comunista.
Ya no estamos hablando de la primera creación del gran Hergé, ni del intrépido reportero belga que protagoniza sus historietas. Tampoco sucede en los veinte del siglo pasado: para fines de mayo de 1987 Iósif Stalin lleva décadas embalsamado, y la granítica Unión Soviética comienza a mostrar, para los románticos, unas inquietantes rajaduras en su base y estructuras. Para el resto del mundo, la apertura de un régimen que no puede más de sí. El responsable es Mijaíl Gorbachov, quien desde hace unos años viene tratando de implementar una serie de ajustes al sistema estatal y económico del país más grande del planeta. Como es de suponer, aplicar la Glásnost y la Perestroika —como se llaman, respectivamente, estos paquetes de normas— no resulta sencillo para el líder, más aun cuando la Guerra Fría con los Estados Unidos, tras cuarenta años, vive eventuales rachas de calentamiento.
Otra vez cediendo a la tentación de cruzar la frontera entre realidad y ficción, podemos imaginar al secretario general del Partido Comunista tras una jornada de trabajo, saliendo al balcón del Gran Palacio, en el Kremlin, acaso con un vaso de vodka mientras barrunta sus alternativas, que son básicamente ceder o persistir. Un año atrás estalló la central nuclear de Chernóbil, mientras la nación gasta casi el 17 por ciento de su PBI en armamento. Gorbachov necesita ayuda. Necesita aliados. Apoya el vaso en la baranda, se cierra los botones de la parka —estamos en primavera, pero el final de la tarde refresca— mientras oye un rumor, una vibración en el aire. Levanta los ojos, y lo ve. Un avioncito blanco llega volando desde quién sabe dónde. Una nave extranjera que pretende aterrizar solo unos metros delante de él, en plena Plaza Roja. Está sucediendo lo imposible. En medio del alboroto, Gorbachov se toca instintivamente el lunar de la frente y, sin apartarse de la visión, da otro sorbo a su vodka.
Caído del cielo y del palto
A las 6:43 pm del jueves 28 de mayo de 1987, tres días antes de cumplir los 19 años de edad, Mathias Rust logra por fin estacionar su monomotor Cessna 172 entre la catedral de san Basilio y el mausoleo de Lenin. Es decir, en los metros cuadrados más sagrados del bolchevismo. Luego habrá tiempo de hablar de sospechas y teorías conspirativas, pero ahora mismo se trata de un espectáculo sencillamente absurdo. Y real. Nadie lo sabe aún, pero es el fin de un periplo que comenzó 15 días antes cuando el muchacho, que tiene una licencia básica de piloto tras apenas 50 horas de vuelo acumulado, le dijo a sus padres: “Chau, me voy a sumar horas al Mar del Norte”. Partió de una pequeñísima localidad a orillas del Elba, en las afueras de Hamburgo, en la Alemania Occidental. La próxima vez que sus padres lo vieran, sería en las noticias.
Rust no está loco. Solo es un poco raro. Es un flaco pálido de 186 centímetros, pálido, miope, medio maniático y terriblemente tímido. Estudiaba para ser empleado bancario cuando meses atrás su padre, ingeniero y piloto aficionado, llevó a la familia a dar un paseo aéreo, como quien le hace una gracia a los suyos. Nunca sabremos cuánto se arrepentirá el patriarca de los Rust de su ocurrencia, pero sí que Mathias mandó al traste los estudios: con la fe a la que aferran los que tienen todo que perder, decidió que su futuro se elevaría muy por encima de un escritorio.
Mientras despegaba, su obsesión por la aeronáutica se encontró con otros dos ingredientes que terminaron de convertirlo, según se vea, en un héroe de la paz democrática, o en el papanatas más temerario de Europa. Por un lado estaba su devoción por Perry Rhodan, el protagonista de un célebre pulp de ciencia ficción germano, un héroe intergaláctico en perpetua defensa de la civilización; y por el otro, la política. El joven Rust vivía pendiente de las tensiones de su tiempo, y soñaba con ver reunificada la capital de su país. El fracaso de la cumbre de Reikiavic en octubre de 1986 entre Ronald Reagan y Gorbachov, impidiendo la eliminación de lo más duro del armamentismo, terminaron de decidirlo. Rust no solo se haría piloto. Sería un hombre común con una misión trascendental: simbolizar un puente de paz y fraternidad entre los dos bloques del mundo.
A volar, joven
Sin revelarle a nadie lo que tramaba y acompañado solo de una fotografía de su perro (como Tintín acompañado de Milú), Rust partió el 13 de mayo de un aeródromo cercano. Sus primeras escalas fueron en las islas Shetland y Feroe, al norte del Reino Unido. Luego aterrizó Reikjavik, desde donde prosiguió a Bergen, en Noruega, antes de llegar a Helsinki el día 25. En la capital finlandesa pasó tres noches presumiblemente en vela, acaso reuniendo el valor. Lo necesitaba.
El 1 de setiembre de 1983, menos de cinco años atrás, un avión de Korean Air partió del JFK de Nueva York con destino a Seúl. Llevaba a bordo 269 personas, entre tripulación y pasajeros, incluido un senador estadounidense. Un error técnico originó una desviación imprevista, y tras penetrar en el país sin permiso y sobrevolar la península de Kamchatka, la nave fue derribada por cazas soviéticos. Nadie sobrevivió. El incidente del “KAL007”, como sería recordado, fue uno de los más oscuros y repudiados de la Guerra Fría. La pregunta que sin duda planeaba en la mente de Rust era: si estos comunistas siniestros no tuvieron empacho en fulminar un Boeing repleto de gente, ¿por qué yo lo lograría?
Por la mañana de este 28 de mayo informó a los controladores de tráfico aéreo de Helsinki que se dirigiría a Estocolmo; sin embargo, tras media hora de vuelo se terminó de decidir. Apagó la radio y dio un volantazo de 170 grados. Desapareció de los radares finlandeses, obligando a los rescatadores a iniciar de inmediato acciones de salvataje en el mar, mientras Rust dejaba atrás las costas del Báltico, e ingresaba por Estonia a la Confederación Rusa. Enfiló unos 800 kilómetros hacia Moscú. Directamente.
Contra lo que algunos creyeron, Rust no burló el sistema de defensa aérea soviético, ni sus 2.250 aviones y 10 mil misiles tierra-aire. Solo tuvo la fortuna de cogerlos en un mal día. Porque la verdad es que en solo minutos fue captado por los radares, y menos de una hora después tenía un MIG volando a su costado. “Pasó por mi lado izquierdo, tan cerca que pude ver a los dos pilotos sentados en la cabina y vi, por supuesto, la estrella roja del ala de la nave”, contaría después. Estaba aterrado. Pero no tuvo tiempo de ver pasar su breve biografía ante sus ojos: contra toda lógica, en lugar de atacarlo, el caza pasó de largo y desapareció entre las nubes. Una combinación de suerte y error humano le salvó la vida. Sucede que un avión nacional se había extraviado el día anterior, y los rusos estaban en plena operación búsqueda; además, coincidió con la fecha escogida para llevar a cabo una serie de vuelos de entrenamiento de nuevos pilotos. Entre el aire y las torres de control no llegaban a ponerse de acuerdo, nadie se animaba a dar la orden de disparar y así, como quien no quiere la cosa, el joven hamburgués continuó indemne por más de 800 kilómetros, siguiendo simplemente la línea férrea que lo llevaría a la capital rusa.
Plaza disponible
Y así volvemos al final de este largo día. Rust, que solo trae consigo un mapa turístico de Moscú como referencia, tiene que sobrevolar hasta tres veces la Plaza Roja para retirar a la gente. Finalmente lo logra, encuentra el espacio adecuado, y aterriza como si tuviera todo el campo y la anchura del desierto, dando origen a algunas de las fotografías más reproducidas de la década.
De inmediato los viandantes rodean el Cessna, suponiendo que verán emerger de la cabina a algún barón rojo. Pero no, se trata solo de un alemán flaco y tembleque. Entonces suponen que será de la RDA, la Alemania comunista. Y tampoco. De hecho, hasta que no aparece alguien que entiende inglés, todo son gestos y sonrisas y bocas abiertas. La anécdota se complica a los pocos minutos, cuando aparece la KGB. Lo que acaba de hacer no es motivo de broma, ni mucho menos.
(Hay, sin embargo, una imagen sorprendente de ese instante: se ve por detrás pero muy claramente la avioneta; a todos los burócratas, policías y miembros de la pesada reunidos como tratando de decidir qué hacer a continuación; y, unos metros más atrás, solo, vestido con un overol anaranjado, apoyado en la cola del Cessna, está Rust. Detrás de todos, se elevan como copos de merengue de colores las torres de la catedral de san Basilio. El lugar es tan solemne que está prohibido fumar a menos de 500 metros. Mathias Rust sale con un cigarrillo en la mano).
En este río revuelto, el único pescador que ganó fue el más rápido: Mijaíl Gorbachov. Con el fallo de la seguridad como pretexto, pasó al retiro al ministro de Defensa, Serguéi Sokolov; y a Alexander Koldunov, jefe de la defensa aérea, dos vacas sagradas del régimen, pero grandes opositoras del pensamiento del líder actual. Y, de paso, dio de baja a otros dos mil oficiales, todos sospechosos de discrepancia. Desmantelada la cúpula militar de viejo cuño, Gorbachov tuvo el camino allanado para seguir con sus reformas. Dos años después cayó el Muro de Berlín, y el resto ya lo conocemos.
Según una encuesta del momento, el 87% de los alemanes valoró la hazaña de Mathias Rust, el invisible, seis puntos por encima de las logradas por su contemporáneo Boris Becker. El semanario Stern, de Hamburgo, pagó cerca de un millón de euros de la actualidad a los padres de ‘Rust’ para mantener la exclusividad del caso. Nada de eso impidió, claro, que tras descartar cualquier forma de conspiración, en setiembre el Estado soviético lo condenara a cuatro años de trabajos forzados por desorden público, y violar las leyes de la aviación y de las fronteras. Mientras tanto, el Finlandia lo multó con 100 mil dólares por alterar su plan de vuelo y haberlos asustado y hacerles gastar recursos en el rescate de un avión que no se había estrellado.
Sin embargo, Rust solo pasó 432 días en la cárcel de Lefortovo, en Moscú, hasta que fue puesto en libertad condicional. Y tras la firma de un tratado de no proliferación de armas nucleares entre Reagan y Gorbachov, fue liberado como un gesto de buena voluntad. Se autorizó su retorno a Alemania Occidental, en agosto de 1988. Le retiraron a perpetuidad la licencia de vuelo, pero de alguna forma, volvió a ganar.
Y a perder. La cárcel le pasó una gran factura emocional. Mientras continuaba su servicio social en Hamburgo, atacó a puñaladas a una enfermera porque no quiso besarlo. Volvió a prisión con una condena de 30 meses (de los que cumpliría 15). Otra vez fue detenido por robar una chompa.
Con los años, Mathias Rust volvería a Rusia, donde trabajaría como vendedor de zapatos. Luego viajaría por el mundo, se casaría y se divorciaría dos veces, se ganaría el pan como asesor financiero, instructor de yoga, jugador de póker profesional. Llegó a ganar 750 mil dólares en un torneo en Las Vegas, pero dice que los perdió de inmediato.
Actualmente tiene 49 años, y parece pasar un buen momento. Sin embargo, declinó ser entrevistado para este artículo: no quiere participar de la celebración de la efeméride.
“Creo que todos los seres humanos en este planeta son responsables de lograr algunos avances y yo estaba buscando una oportunidad para hacer mi parte en ello”, explicó una vez.